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AÑO 4 - 2023

ANCLADA – Carmen Mireille

 

Ese tatuaje me recordó al primero que vi. Estaba en el puerto, era un día muy gris, la fantasmagórica neblina no dejaba ver a la distancia, y yo miraba con nostalgia un pedazo de mar que escapaba de ella, buscando aquello que había perdido en él.

Lo que había perdido era algo imaginario, quizá inexistente, pero me daba la nostalgia que se presume en la vejez. Pero esa nostalgia era más antigua, de la que las ancianas llaman de vidas pasadas. Mis ocho años no conocían nada del mar, salvo su azul, a instantes negra, materia y ya lo extrañaba, como si hubiera salido de sus profundidades.

Oí un barullo que me sacó de esos pensamientos de búsqueda, para que la duda entrara y me llevara hasta el origen del ruido. Eran dos marineros peleando mientras otros les hacían círculo. Ninguno se percató de mi llegada.

Me encontré parada, viendo un ancla grande y malhecha sobre la espalda de uno de los peleadores, el que golpeaba con ahínco al otro. El otro se mantenía en pie, pero no metía las manos para defenderse. Su cara era ya una masa roja, como carne molida, pero seguía firme, sostenido por su orgullo.

De pronto sentí la mirada, iracunda aún, del marinero del ancla y tuve miedo. En cuanto mis pies despertaron, corrí deprisa hasta casa. Por la noche soñé con ese hombre, con su espalda tatuada: esa ancla habitaba mi pensamiento, me obsesionaba. Por lo que días después volví al puerto, con la esperanza de verlo, pero nunca más sucedió.

Conforme crecí, fui dejando de frecuentar el puerto, cada vez menos barcos varaban ahí, ese lugar parecía maldito, como si el dedo de Dios lo hubiese señalado sólo para la extrañeza y el mal, alejando la vida de a poco.

Diez años después salí de mi ciudad hacia la capital. Llegando a mi destino, conocí a una mujer, que sin ser de mi edad, la juventud aún era parte de su atractivo, pues su belleza era más bien simple y carente de algún detalle propio que la hiciera llamativa ante los ojos ajenos.

Sin embargo, tenía un tatuaje de un cráneo con rosas en su pantorrilla, que aunque de acabado rudimentario, le lucía deliciosamente al caminar. Al mes de estar en su casa, la tinta en su piel había entrado también en la mía, como en la infancia lo había hecho el ancla. Soñaba con la pantorrilla cada noche. Hasta que un día decidí que era mejor irme de esa casa.

Terminé viviendo con un señor que de joven había sido militar, tenía tatuado en el brazo izquierdo un santo. Era de manufactura casi casera, se lo había hecho un compañero suyo en plena guerra. En su momento el señor creyó que moriría y quería salvar su alma, esa idea había sido su móvil para aquel tatuaje.

Con él viví tres meses, en el último, el verano se había puesto muy cruento. Así que la ropa había ido disminuyendo en su uso. Él se ponía unas camisetas que dejaban al descubierto al santo. Y como era predecible, me obsesionó. Creí que podría controlarme, pero mi debilidad es más fuerte.

Salí de su casa del mismo modo que había entrado, era lo mejor, y terminé viviendo con una hippie de la tercera edad, que me consentía como jamás lo había hecho mi abuela. Yo me sentía su familia, me había acomodado perfectamente a sus rutinas y a la casa, aún con ese olor empalagoso de olvido y rancio de encierro.

Esa maravillosa mujer, se había hecho un tatuaje en su juventud, era el símbolo de amor y paz, de un colorido insuperable para la época en que eso había sucedido. El trazo era tembloroso, muy ad hoc con su personalidad. Convivimos más de seis meses, pero sucedió lo mismo que con mis anteriores arrendadores.

Aunque en ese caso tuve temor a la sensación, por el cariño que ya me había unido a la señora, y el cual supuse que me podría estorbar para llevar a fin mi decisión. Mejor me fui sin meditarlo más y por la premura olvidé un par de objetos importantes en su casa, recuerdos íntimos de mis antiguos caseros que atesoraba en un libro. Tuve que regresar, ateniéndome a la rutina que conocía de ella, para tratar de no hallarla ahí.

La hippie al verme se sorprendió, no tanto como yo lo hice, esperaba que ella se encontrara en la casa de su amiga Marcela, como cada jueves. Tuve que contarle el motivo de mi regreso, sin verme sospechosa de hacerlo mientras ella no estaba. Sabía por su mirada que algo de desconfianza brillaba en su cerebro, empecé a ponerme un tanto nerviosa, pero fingía paz lo mejor que me era posible. Después de un par de horas salí de su casa con lo que había olvidado y algo que ella me obsequió.

Pasaron algunos meses en los que fui nómada, no encontraba un lugar adecuado para establecerme de nuevo y la gente con la que me encontraba carecía de lo mínimo que me era necesario en ella, para que pudiéramos convivir. Hasta que un día de septiembre, en que las nubes habían dado tregua, por fin hallé un lugar conveniente.

Terminé compartiendo departamento con un hombre menor que yo, sólo nueve meses de diferencia, aunque por nuestros intereses parecían nueve años los que nos distanciaban. Justo ahora él está frente a mí, con ese tatuaje que me recordó al primero que vi. Un ancla en la espalda, unos centímetros más abajo que la del marinero, estilizada, perfecta en dimensiones, de trazo limpio y un sombreado que la enmarca sugiriendo al sol siempre sobre su hombro derecho. Todo lo contrario de aquella de mi infancia.

Y así de contrario era también el joven. Él no ama el mar, no lo conoce, no sabe nadar, su indiferencia por aquellos abismos es muy artera y un tanto cruel para los que les amamos. Él se la puso porque es parte de la moda, porque el diseño le gustó de un joven noruego al que vio en Instagram.

Yo lo veo a él caminar por la casa sin playera y recuerdo al bruto del puerto, y pienso que éste es bruto de un modo distinto. También imagino que jamás ha peleado, por nada, en la evidencia que me da su alargado y esbelto cuerpo, su departamento e incluso este edificio.

Hoy la luna está llena y siento la humedad del Sur llegando a la ciudad, parece brisa marina pero sin sal. Sé que la marea se ha elevado hasta adentrarse en mi sangre para también alterarla. Mientras, él sigue caminando por la sala. Escucho las olas romper en mi tímpano su estruendosa agua. Entonces, su espalda se encorva dándole una sombra contraria al ancla, está a una brazada de mí, la sé mía. Ahora no hay duda, cuando esa ancla esté en mi libro, ya no seguiré buscando más tinta.

 

 

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Carmen Mireille es escritora, profesora, correctora de estilo y editora independiente. En 2012 fue incluida en el Diccionario de autores michoacanos y en el 2016 al Registro Nacional de Escritores. En 2018 presentó Bitácora del indeseable en la Feria de Minería. Ha publicado las plaquettes Sensitiva (Colectivo Artístico Morelia, 2010), Bitácora del indeseable (Secum, 2016) y La mujer y su casa (Poesía Volante, 2019). Ha participado en antologías como: Murmullos de tinta (Poeta en su tinta, 2012), La ciudad de los poetas (Secum/Nitro/Press, 2012), 11 a las 6 (Gospa Editorial, 2013), Novum (Ojos Verdes Ediciones, España, 2016), Sembramos palabras. Mujeres poetas en Michoacán (Secum, 2020) y Coordenadas de voces femeninas Michoacán 2 (2020). Además, ha participado en encuentros literarios, talleres y ferias de libro municipales, estatales y nacionales.

 

 

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