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AÑO 5 - 2024

GABRIELA QUINTANA – SASKIA

Saskia

Gabriela Quintana A.

 

Soy un artista.

Respiraba el amanecer como lo hace la aurora al abrigo de un viento suave. Me llevé unos dedos a la nariz, olían todavía a formol, haciendo palidecer el aroma que tanto me gustaba. El recuerdo de sus cabellos finos y largos en mi mano me estremeció y me puso erecto. Metí los dedos en el café y me los llevé a la lengua, saboreándolos con los restos de Saskia, sumergiéndome en un sueño estigio al que ella solía llevarme.

La mirada clavada en mis manos del hombre robusto que estaba sentado frente a mí, comenzaba a fustigarme. Le pedí otro café. Golpeó la mesa con el puño, conteniéndose de no vapulearme. Quiere que confiese para hacerle el trabajo más fácil, pero no tengo nada que confesar. Ya lo he contado todo. Es posible que, incluso, me torturen con tal de que diga lo que ellos quieren. Así que escribo estas líneas para dejar constancia de la verdad, lejos de todas las mentiras comunes de la gente vulgarmente cuerda y normal.

Me hacía preguntas el investigador, y todas ellas me llevaban al sótano de la casa de mi infancia. Cuando era niño, solía esconderme allí, aunque mi padre me prohibiese entrar. Era un mediocre embalsamador de cadáveres y cada semana llegaba uno con el que se encerraba por horas. Yo hurgaba por un orificio en la puerta y veía los rostros desfigurados de gente con la cual fantaseaba. Tenía la sensación de que en cualquier momento se levantarían de la mesa en la que descansaban para reclamar por todas las arremetidas que les daba mi padre con instrumentos quirúrgicos, y sustancias químicas que parecía quemarles la piel. Mi padre era una bestia, no sabía cómo tratarlos. Esos cuerpos estaban vivos, siempre lo estuvieron.

Después de horas de encierro, mi padre salía del bunker para encontrarse en la mesa con un plato frío y una mujer que le reñía en todo, lo denigraba como a un insecto, culpándole de sus miserias. Luego de una temporada de altercados constantes, sucedió que mi madre no llegaba a la casa como de costumbre, se ausentaba por días. Cuando al fin volvía, se tumbaba en cama varias horas, dejando alrededor una fetidez parecida a la del sótano. Comencé entonces, a dibujarla, sentado en el suelo desde una esquina de su habitación como lo hacía con los cadáveres, a quienes les cambiaba los gestos en el papel. Trataba de imaginar dónde había estado. Mientras ella salía, yo me quedaba en casa lidiando con una vida solitaria donde ningún chico quería acercarse a mí o a “la casa que olía a entierro”.

De pronto, dejaron de pelear. Y mientras dormía en cama después de sus andadas, yo comencé a arreglarla como mi padre arreglaba a los muertos.

Le recorría con un algodón impregnado de alcohol todo el rostro, librándola de impurezas que había cogido en esos días de juerga. Quería quitarle las memorias de tristeza o frustración que mostraba apenas llegaba a casa, borrarlas con las yemas de mis dedos que le recorrían las cejas, la frente blanca y tersa, luego bajaban al pliegue de sus mejillas y sus labios, estirando su piel en una sonrisa. Al principio ponía un poco de resistencia, me hacía a un lado con la mano, pero después lo encontró muy favorable, su cuerpo me lo pedía. La maquillaba.

Y no paré allí, luego de dominar lo primero, después de un tiempo, decidí cambiarle las ropas. Usaba las prendas más coloridas y a veces las más brillantes. La vestía como para ir al campo, otras veces como para ir a la playa, un vestuario para hacer ejercicio.

Cuando mi padre falleció, yo me hice cargo del negocio de los difuntos, y mi madre, poco después se fue de la casa sin dejar rastro.

Yo soy un artista, no una bestia. Lo repetiré sin cansancio. Y es por eso que me llamaron para trabajar en la morgue. Me encomendaron no solo arreglar cadáveres y devolverles ese brillo de la vida perdida, también restaurar restos de cuerpos humanos. Allí me tope con un forense tan mediocre como mi padre. Otra bestia que nunca me comprendió.

La morgue ha sido mi casa la mayor parte de mi vida. No quisiera que me saquen de ahí. Allí conocí a Saskia. Antes de eso, había llegado una chica hermosa. Tenía veinte años. Su novio le había clavado dos veces un cuchillo en el vientre, a un costado del ombligo. Había conseguido romper su páncreas y el hígado. Me costó muchas horas limpiarla por dentro y sacarle todos los órganos vitales. Tenía que dejarla bella y hermosa por todos lados. Ella, quizá estaba estudiando en la facultad. Se notaba por como tenía los dedos, con las uñas mordidas, con restos de lápiz y goma de borrar. Sus cabellos estaban marcados por una cinta que debió recogerlos en una coleta, antes de la agresión. Metía mis manos acariciándole los cabellos rubios y suaves, me los llevaba a la nariz y los ojos. Olían a un aceite perfumado con flores. Lo primero que hice a la chica universitaria fue arreglarle los cabellos. La peiné y le devolví su coleta para que estuviera tranquila y me dejara trabajar. Luego de su cabellera, le cosí el vientre con un hilo imperceptible. Su ropa interior estaba rota, pero ya le había conseguido una tanga nueva, una de color vino que le sentó muy sexy. Con ella fue la primera vez que me quedé a dormir en la morgue. No podría ser de otro modo. No podía dejarla sola, le volverían a meter un cuchillo. Volvería a gritar de dolor. Ahora ya no estaba desprotegida, ahí estaba yo para cuidarla. Era tan hermosa y suave. Le limpié el rostro y le dejé los ojos a medio abrir. Sentía su mirada que me seguía, caminando alrededor de ella, dándome las gracias y, con esa forma de verme, me dejó que la acariciara. Esa mirada me decía que debía salir a conocer mujeres, a beber y a bailar. Yo solo quería cuidarla, solo a ella. Aquellas mujeres no me necesitaban, esas eran muy fuertes, y esta chica rubia era frágil. Siempre había necesitado de mí, pero lo confesó hasta ese momento, lo podía leer en su piel.

Su cuerpo se distendía al paso de mi mano, con cada caricia que le daba y mientras le lavaba cada rincón. Sonreía. Me observaba discretamente. La maquillé con colores fuertes, para que su rostro reflejara la fuerza que había adquirido conmigo, con mi compañía. Sus ojos marrones resaltaban sobre unos párpados con sombra de color azul índigo. Le puse perfume para ocultar el olor a formalina que circulaba en sus venas, y le di un beso en el cuello. Deslicé mi mano en la suya como si fuéramos de paseo una tarde cualquiera por el parque. Mis dedos se aferraban a los de ella y podía sentir aún, su calidez. Le apreté la mano y le prometí que estaría con ella, dedicado a ella. Mi tiempo le pertenecía. Abrí su blusa, se la quité, recorriendo lentamente cada botón. Rompí con las tijeras su sostén y se lo quité suavemente. Unos bellos senos se movieron, desparramándose a cada lado. Estaban mordidos y moreteados. Solo una bestia pudo haber hecho eso. Pero como yo soy un artista, les puse maquillaje y los besé con amor. Después de dar mi calor a esos pechos de princesa, le puse una blusa para evitar que tuviera frío y se borrara esa sonrisa que me acompañaba. Tuve la sensación de que había sacado la lengua para burlarse de mi desfachatez, de mis juegos de adolescente con sus senos, como si nunca hubiese visto otros. Pero los demás no tenían nada de especial a diferencia de los suyos. La sangre se veía circular por las venas de su seno a través de su piel tan satinada mientras le pasaba la lengua. Le tapé los oídos con algodón y antes de sellarle los labios para siempre, le di un beso apasionado.

Como siempre lo he dicho, yo cuidaba mucho de las chicas, pero de las que me enamoraba, aunque llegaran con un cuerpo avieso o cara desagradable.

Después de esta chica hubo una larga temporada en que llegaban más hombres que mujeres. Ya sea por accidentes o enfermedades, no dejaba de arreglar cuerpos de personas que habían llevado vidas de excesos. Lo sé porque era más rápida su descomposición y tenía que emplear técnicas agresivas para mantenerlos frescos.

Saskia llegó una noche en la que reparaba a un hombre atropellado que me estaba tomando mucho tiempo, ya que requería mucho trabajo por la gran desfiguración con la que llegó a la morgue. Cuando la vi, no pude apartarme de ella. Tenía unos ojos como luciérnagas que hacían brillar todo el lugar. Era la mujer más hermosa que había visto en mi vida. Tenía unos ojos verdes profundos que me traspasaban con la mirada. Me di prisa en limpiarla totalmente, sacar todos sus órganos internos y rellenarla con tal precisión que no perdiera esa silueta que tenía, de un cuerpo perfecto.

A Saskia le preparé el mejor aceite de flores con el que impregné cada parte de su cuerpo. Le dejé bien abiertos los ojos para fundirme en sus pupilas. La besé tantas veces como pude. No obstante, en uno de esos besos no me percaté del ruido de la puerta, y para mi desgracia, me sorprendió un forense. Este, había llegado a investigar detalles en el cuerpo que le dieran información sobre su asesinato. La habían estrangulado. No encontré restos del asesino, no había nada. El tipo rudo se escandalizó y amenazó con denunciarme si no le entregaba el cuerpo preparado en tres horas o alguna señal que le ayudara a descubrir al homicida.

Nunca iba a lograr que le entregara el cuerpo ni en cinco horas. Ella era mía. Después de lavarla y recorrerle todo el cuerpo con el aceite, cerré la puerta de la morgue con llave. Me lavé las manos y le hice el amor dos veces. Su mano tibia me acariciaba el miembro que nunca antes había sido tan viril. Las mujeres de la calle eran soberbias, mundanas, superfluas. Saskia, en cambio, relataba todo aquello que importaba en la vida desde la intimidad de su cuerpo en el algor mortis. Esta mujer había llegado a cambiar mi mundo. Le acariciaba los labios, sus senos, su vagina aun caliente después de haberme recibido, dejándome explotar dentro como el Vesuvio en erupción. Le levantaba la cabeza para que me viera todo desnudo, para que sus ojos grabaran la escena para siempre. Tenía un cuerpo de agudas curvas, voluptuoso y magnífico; de cabellos negros y rizos que le caían al hombro. Bajo unas pestañas de abanico, unos ojos cristalinos cual zafiro verde que contrastaban con una piel tersa y rosada. Rondaba los dieciocho años y sus senos eran dos capullos ocales que ya habían salido de la pubertad.

Usé los mejores químicos que había en el tanatorio. Usé todo. Y mientras lo hacía, disfrutaba cada parte de su cuerpo con absoluta delicadeza. Preparaba su mano y me imaginaba caminando con ella durante una tarde soleada, sosteniéndola y apretándome a sus dedos, como cuando tomaba café en una tarde de lluvia. Su cuello lo besé con ternura, era largo parecido a una columna griega, hecha con absoluta maestría.

Le hice el amor antes de embalsamarla, como nunca antes lo había hecho. Fue sublime. Después procedí a eternizarla. Ella no era de este mundo, así que quise retenerla en él. La arreglé mejor de lo que había hecho a cualquier otra mujer, incluida a mi madre.

Vuelvo a confesar, sin reparo, lo que ya había dicho antes. Lo que le dije al forense, y al tipo robusto que tenía frente a mí. Escondí el cuerpo de Saskia completamente disecado en el conducto de ventilación de la morgue, en el plenum. Nunca la bajé al tártaro, tenía que deificarla, así que la puse donde nadie la encontraría y desaparecí. Ella era mi obra maestra y no estaba dispuesto a perderla. Ahora sé que me harán castración química, fue lo último que dijo, riendo, el hombre robusto que me interrogó. Necios. Esa no es la cura, ni podrá acabar con el amor que siento por ella.

¿Acaso es un crimen aferrarse al amor en cualquiera de sus manifestaciones y formas?

Quiero rescatarla, no permitiré que pongan bajo tierra su cuerpo embalsamado, intacto a perpetuidad. Una belleza así, es para admirarla como a una estatua, cada día. Si logro salir de aquí no nos podrán separar nunca más. Habrá muchas fantasías, habrá muchas lunas de día, viviremos un amor que trascenderá el tiempo y el espacio de este mundo, porque… por encima de todo: Soy un artista.

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Rafael Navarro
Rafael Navarro
2 años hace

Está padre el cuento, ¡te mantiene en la tensión todo el tiempo!

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