La poética incisiva de Nilton Santiago – Por Elízabeth Echemendía
La historia universal del etcétera es una suerte de escultura contemporánea sobre el oficio de vivir, el ciclo de pensamiento y su intrincada circulación, moldeada con maestría que le permite brillar entre el humor y la tristeza, o simplemente brillar porque se es. Habla de la humanidad y se expresa de la misma manera mitótica, desecha e irrepetible.
*Libro ganador del I Premio Internacional de Poesía Vicente Huidobro, editorial Valparaíso Ediciones
Me recuerda de algún modo—no sé si en la minucia o la ternura que provoca la mezcla de metales roídos con el movimiento—a la alucinante obra de Petit Pierre, ese mini orbe tan perfecto como desbarajustado.
Nilton logra conjugar aquí un libro descalzo, de inmensa profundidad, íntegro representante de nuestra época/todas las épocas y sus cuestionamientos; una obra fantástica.
*Nilton Santiago
MI ABUELA TIENE UN PUESTO DE COMIDA EN EL MERCADO DE CASMA, DONDE LOS POBRES VAN A COMER A CAMBIO DE NADA
Son las seis de la mañana en los relojes de todas las cigüeñas
y mi abuela acaba de llegar a la ciudad de Casma con un niño,
que es mi padre, envuelto en una manta lliclla llena de mariposas.
Ha tenido que abandonar el fondo del mar
huyendo de los abusos de uno que cree que el amor
significa atar a la pata de la cama a un ángel
y darle de comer comida para peces.
Mi abuela, fuerte como una lágrima a punto de romperse,
ha juntado todas sus baratijas
y ha decidido poner un puesto de comida en la ciudad de Casma.
Mientras cocina, mi abuela cuida que el viento
no llegue tarde a su cita con los pájaros
para que los pájaros acudan puntuales a despertar a mi padre,
quien pasa las madrugadas haciendo largas colas
para comprar la carne más barata entre las carnes.
Mi padre es un niño tan alto como una puesta de sol
pero aun así tiene el oficio de recoger la lluvia
para que mi abuela tenga agua suficiente para fregar sus ollas.
El puesto de comida de mi abuela
estaba lleno de las sonrisas de mi padre
y también las de los perros que solían dormir bajo los taburetes,
donde se sentaban sus clientes con la barriga llena de estrellas.
En mi país, los perros callejeros duermen donde pueden
y sueñan que cruzan nadando las lágrimas de Dios.
A la hora del desayuno,
mi abuela empezaba por borrarles los lunares a sus clientes con quitamanchas
porque sabía que las estrellas tenían que volver al cielo
después de haber abrigado la piel de los más pobres.
Entonces,
los pobres de Casma se sacaban una moneda
debajo de la piel para pagarle el desayuno,
pero mi abuela, alta como una puesta de sol,
solía sonreírles y servirles en cambio otra caricia recién horneada.
Así los pobres en Casma pagaban con sus lágrimas
la comida que mi abuela les ofrecía
sin recibir nada a cambio,
esto lo sé, porque sé que mi padre transportaba el agua de la lluvia
para que mi abuela tuviese agua suficiente para fregar las ollas.
Aún hoy, los pobres en Casma tienen perros pobres,
y aun hoy todos en Casma saben que los perros pobres
también venían a saludar a mi abuela llevándole un hueso
o un milagro en el hocico,
como si le trajeran el periódico.
Ella los recibía mientras desayunaba con mi padre sobre sus piernas
y compartía con ellos las sobras de las comidas.
Un día de otoño mi abuela se metió a mi padre al bolsillo
y partió a la ciudad de Lima para vender comida en las puertas de otro mercado
y nunca más se la vio por Casma.
Aún hoy, si miro bien detrás de la lluvia,
veo que mi padre es un niño que corre detrás de una pelota de terciopelo
que también es el corazón de mi abuela.
Por ello me doy cuenta de que los pobres de Casma
aún esperan que mi abuela despierte debajo del árbol donde ahora duerme
y que los hijos de los hijos de los perros pobres
aun yacen debajo de los viejos taburetes
donde se sentaban sus clientes con la barriga llena de estrellas.
Ahora sé,
después de tirar a la basura otro yogurt caducado (y media nevera)
que en los relojes de todas las cigüeñas
es la hora de la cena de los pobres de Casma.
MONÓLOGO DE LAS ESTRELLAS DEL CIRCO
El viejo poeta clown
se ha puesto una vez más la nariz rojo cereza
para salir al escenario.
Poco antes, mientras se miraba al espejo y se dibujaba una sonrisa escarlata,
ha pensado en la forma en la que se sacaría de debajo del sombrero
el gorrioncillo con gafas que se llevará su corazón para siempre
y todo para que el público estalle en risas
después de verlo caer fulminado por un rayo de luz.
Y si la vida al fin y al cabo consiste en eso
o, por ejemplo, en acercarse a la ventana para ver si llueve
y ver caer violentamente una gota de lluvia sobre el lomo de una hormiga,
cualquier intento de sonreír de nuestro amigo el clown
únicamente lo llevará a aquella mañana
en la que vio a su abuelo meter un baobab
en el maletero de su Chevrolet Malibu del 64
mientras se sacaba tres gramos de besos de la cartera.
Ahora sé que nuestro amigo clown
no volverá a hacernos reír
hasta que le aplaudamos con las orejas
y no sé qué diablos pensar.
Quizás lo mejor sería dejar huir al gorrioncillo con nuestro corazón.
Felizmente,
todo termina por ocupar su lugar:
el viejo Chevrolet Malibu del 64 llora ahora en el desguace,
tu mejor amigo, del que tanto te burlaste cuando erais niños,
se pasea con un brillante golden retriever de la mano de su novia de calendario
y tu abuelo, el viejo sindicalista,
es el viento que mueve la hierba donde algún día tú también dormirás
para siempre.
Y claro, ahora también entiendo
por qué la hormiga de la que hablábamos antes
toma conciencia de que es una hormiga
cuando muere ahogada por la gota de lluvia.
Pero de pronto,
el drama de la hormiga y el tuyo propio son cosas de niños
cuando piensas en los ramos de besos
que Al y Jeanie Tomaini se dieron por última vez.
Él era un gigante bonachón de 2.55 metros
(la secreción hormonal de su hipófisis le impedía un crecimiento normal)
y ella, Jeanie, una pequeña que nació sin piernas
y que se dedicó durante años al circo,
pero, aun así, y porque quizás la vida es un pañuelo lleno de instantes,
terminaron casándose.
Y si esto es al fin y al cabo la vida, es decir,
ponerse la nariz rojo cereza cada mañana,
buscarte entre las entrañas del viejo Chevrolet Malibu,
creo que lo entiendo todo
ahora mismo que miro por la ventana para ver si llueve:
soy yo la hormiga,
soy yo la gota de agua que le aplasta el corazón.
CURIOSIDADES DE ANIMALES
El frío entra en la lágrima.
20 palestinos caminan sobre una gota de rocío y en Oaxaca han secuestrado a un colibrí.
Nadie sabe por qué, pero el abrazo de un migrante yace sobre las vías de un tren, abandonado entre caricias borradas con quitamanchas.
Sería su destino, diría el padre de mi madre, todos somos un ratón de laboratorio en una partida de ajedrez.
“No obstante compartir el 95% de sus genes con los humanos, los ratones no sueñan papá” —le dice mi madre.
El ajedrez es un juego de viejos, abuelo.
“La higuera envejece, pero cada día me trae más mariposas” —me responde él.
Una farmacéutica enciende un cigarrillo y se peina con una osamenta de pescado.
Le da igual que mi abuelo haya ido a extraerse una iguana que le muerde el páncreas.
Cierro los ojos: mi abuelo entra a casa con una bolsa llena de patas de pollo.
A mi abuelo le gustan más las patas de pollo que los partidos de izquierda.
Está harto porque en el sindicato hasta las peceras son una república populista con un presidente medusa.
El cuerpo de la medusa inmortal es un 96% agua de lluvia —dice mi abuelo.
Abro los ojos, salgo del trabajo hecho añicos.
El frío cree que la lágrima es un trozo de mar.
Han pasado tantos años, tantísimos años desde que me llamaste oso de anteojos, oso perezoso.
No sé por qué, pero la vida de las plantas de interior le interesa más a la prensa que 20 palestinos colgados de una estrella.
El Oaxaca han ejecutado finalmente al colibrí.
Nadie quiso pagar el rescate, aunque ahí los tulipanes son la calderilla de los ángeles.
(Aunque también se dice que el otro día en México un policía falso detuvo a uno verdadero).
El frío sale de la lágrima con una bufanda.
Se acaba de enterar de que el organismo del oso perezoso deja de funcionar a las dos semanas de haber muerto.
TREINTA Y TRES PINGÜINOS
Mis padres y yo salimos a recoger un anuncio de correos.
Cuarenta y cinco papagayos lloran sobre una nube recién nacida de este sábado por la mañana, pero no llueve.
La economía de mercado no lo permitiría.
Mi madre dice que el pan de hoy es el hambre de mañana.
Yo le digo que tener una ideología política es igual a creer que las cigüeñas creen en los ángeles.
Me saco unos cuantos geranios de los párpados y despierto a mi padre.
Salimos de casa, como granos de arena que son hormigas que son átomos de aire.
Cientos de cigarras nos brotan de los bolsillos mientras caminamos.
No hay casi gente en la calle, los espejos lloran solitarios en las estanterías.
El sol es como un pequeño canguro que sale del marsupial de la mañana.
La oficina de correos es un océano lleno de langostas.
El sobre que me entregan es frío, como las maneras del funcionario.
Cuando lo abro, un pingüino salta sobre el suelo.
“No puede ser” —dice mi madre—, “no puede ser que haya tantas langostas”.
Mi padre coge al pingüino, pero éste llora desconsoladamente al verme sonreír.
Mi padre dice que los pingüinos son los únicos animales capaces de convertir el agua salada en agua dulce, “así que en realidad llora miel”.
Se lo mete en el bolsillo de la camisa como lo hacía conmigo cuando era una semilla.
Mi madre le dice “que no se fíe” ya que, si los pingüinos pierden un huevo, “se lo roban de sus vecinos, cuidado con tú corazón” —le grita al oído.
Mi padre no oye lo que hablamos.
Se ha quedado medio sordo desde que se puso una caracola de mar en el oído y escuchó la voz de Dios.
El funcionario de correos tiene todo el cuerpo lleno de pequeños cangrejitos que le cortan las ideas, por eso es tan maleducado.
Volvemos a casa como granos de arena que son hormigas que son átomos de aire.
Cuarenta y cinco ruiseñores diseccionan un pañuelo lleno de lágrimas.
Mi padre no oye lo que hablamos.
“¿Por qué todos lloran?” —se pregunta.
“Porque las lágrimas se las lleva el viento”, —le responde mi madre con los ojos llenos de lágrimas descocidas.
Mi madre y yo mientras tanto cocinamos: lubina al horno para pingüinos que no oyen, que son granos de arena que son hormigas que son átomos de aire.
Tengo un sueño terrible que no me deja dormir.
Ya son treinta y tres veces que un pingüino que ha perdido un huevo se ha llevado mi corazón.
SOBRE EL PORQUÉ ALGUNOS PANDILLEROS SECUESTRAN BALLENAS
Es hora del desayuno y Balam Rodrigo y yo
compartimos una gota de lluvia que alguien ha partido a martillazos.
No deja de llover
y un perro zapoteca nos trae en el hocico un tren lleno de salvadoreños.
No hablamos.
El silencio sacude sus ramas, como si fuese un árbol
que acaba de ser tiroteado al intentar cruzar una valla de equinoccios.
Al sacudirse, el árbol nos ha mojado de rocío
y ha hecho que varios peces caigan a nuestros cafés humeantes.
Me acerco a él para pedirle fuego, aunque sé que él no fuma.
Balam sonríe y saca de su bolsillo una estrella de mar
que migra cada día de un bolsillo a otro, de un vacío a otro (por reparar).
Su padre se la regaló hace varias vidas pasadas,
cuando los quetzales sabían hablar y lloraban.
Balam me pone la estrella sobre las manos
y un nuevo tren lleno de salvadoreños cruza esta mañana fría.
Balam dice que jugaba al futbol vestido de monje franciscano
y que, en Chiapas, los pandilleros secuestran a las ballenas
para enseñarles a pasar las fronteras con el estómago lleno de crack.
No muy lejos de nosotros,
la Mara Salvatrucha acaba de secuestrar a otra ballena centroamericana.
Lo sabemos por la forma en la que lloran los peces –asustados–
en nuestros vasos descartables de café.
Dos policías que nos oyen hablar nos dicen que los migrantes
nacieron de la costilla de un perro zapoteca
y no de las lágrimas de las ballenas.
Balam les sonríe porque cree que los países
no son más que pájaros en migración desde la creación del mundo.
Balam cree que yo me río de los pájaros migrantes
y que no me creo eso de que algunas ballenas duerman de pie.
Se acerca a mí y me pide que cierre los ojos.
En ese mismo instante aparecemos en Tecún Umán, Guatemala.
intentando cruzar el río Suchiate.
Mi corazón es una estrella de mar que flota lejos de mí.
Nado para cogerla y, sin darme cuenta, llegamos al otro lado de la frontera.
Una ballena jorobada que me ve cree que soy un pez que llora.
No lloro, no, pero quizás sea verdad que soy un pez.
Cuando alcanzo la orilla alguien me apunta con su chimba y dispara
porque no llevo dólares americanos.
Balam coge la bala en el aire
y ésta se convierte en un quetzal de terciopelo.
Cuando me lo enseña abro los ojos.
Entonces veo que Balam Rodrigo está a lo lejos, mirando el vacío que nos separa.
Aún no hemos acabado de desayunar
ni hemos intercambiado palabra alguna.
No sabe quién soy (ni yo tampoco).
Sin embargo, hace siglos que ambos estamos muriendo
porque siguen matando a los perros vagabundos con veneno para estrellas.
ESTA NO ES LA HISTORIA DE UNA TRAGEDIA GRIEGA
Dicen que las palabras son las costuras del silencio.
Pero las palabras en este poema,
son en realidad como globos de helio que tengo que atar a la página en blanco
para que no huyan,
aunque huir, al fin y al cabo, es para un poema
la única forma de hablar sobre lo que ya no está
(que es lo único que nos pertenece).
Entonces la poesía levanta el ancla de sus noches esdrújulas
y despliega las velas que la transportarán hasta el agua de tu mirada,
claro, si es que estás de humor y te apetece leer este poema,
que es como una partitura para un acordeón desafinado.
Esto tiene poco de serio,
no tiene nada de académico pasarse la mañana
construyendo castillos de palabras
que sean menos poéticos que unos prospectos médicos,
pero es hora de que sepas que la vida de un poema
es tan breve como la sonrisa de un mendigo acusado de ser pobre.
Pero volvamos al poema,
que acaba de llegar al puerto de tu mirada.
Sabes bien que apenas empieces a leerlo,
el poema se pondrá a comer las migajas de tu vida
y subirá al taxi de todas tus tristezas,
que, desde luego, sabe tu dirección de memoria.
Pones el libro sobre la mesa y buscas algo de comer:
sopa china instantánea para la cena.
El café de esta mañana aun brilla sobre la mesa
como un pequeño pozo de petróleo.
Te acercas a la ventana.
Al otro lado de tu calle,
cientos de estrellas se descuelgan por la lluvia
hasta la mirada de varios refugiados que yacen a la deriva
sobre una inmensa rueda de caucho.
Pero nadie los ve, ni los oye.
Los faros no los iluminan.
Las estatuas marítimas no gastan sus lágrimas en los sin papeles.
Sólo los peces,
que nadan entre nuestros desperdicios,
lloran en silencio la pobreza del corazón humano.
Al poco rato, los inmigrantes llegan a la playa
deshidratados y hambrientos.
Los cooperantes les ponen papel de aluminio
para descongelar sus lágrimas.
Desde que oyen llorar a los peces, los policías ya no los apalean.
La sopa china instantánea te ha parecido horrible.
Te das una ducha caliente, te vistes a toda prisa
porque has quedado a solas con otro solitario.
En el mismo momento que sales de casa
una paloma del tamaño de la luna te caga en la cabeza.
Este poema no es la historia de una tragedia griega,
pero en lo primero que piensas
es que el dramaturgo Esquilo murió
al caerle en la cabeza una tortuga
que se desprendió de las garras de un quebrantahuesos.
ALEPO, DIARIO DE LA LÁGRIMA
Y luego nos dirán que esto era el haber vivido.
Caminar cada día arrastrando una maleta llena de ausencias
dormir a la deriva,
como lo haría un grillo que acaba de oír por primera vez a Chopin.
O quizás la vida no sea más que salir a la calle,
sin rumbo,
detenerse a hablar con un perro vagabundo que no quiere hablar con nosotros.
Y de pronto todo pasa tan deprisa,
como si fuésemos una manada de galgos o de por qués o de etcéteras.
Apenas has terminado de quitarte las legañas del sueño
y ya tienes que encender la primera estrella al cerrar los ojos,
dejar a la intemperie una lágrima
para que el mismo perro vagabundo la lleve a salvo
hasta esa aldea de sal donde abandonamos nuestra niñez.
Y es entonces cuando el tiempo cojea entre los instantes
o más bien son los instantes que abandonan sus prisas para abrir el periódico
y descubrir que nuestro cuerpo pertenece más a las bacterias
que a nosotros mismos.
Por lo tanto, era esto sobrevivir,
no saber quiénes somos sin por qués,
tocarse con los dedos la memoria
y descubrir que es un cuervo que nos teme.
Pero de nada sirve.
En Alepo han hecho pedazos un cementerio de abrazos rotos,
y ya no hay nadie detrás de los espejos
porque Dios ha desmentido que esté en todas partes.
Así te das cuenta que tú tampoco te reconoces,
y que ya no hay luz en los bolsillos de las anguilas
ni en aquella moneda con la que tu madre te compró
en un mercadillo de baratijas.
En unos minutos
todos olvidaderos que acaba de caer una nueva bomba en Alepo
y seremos testigos del milagro:
tu cuerpo es ahora la luz que te rodea,
y ya has dejado de ser el perro vagabundo que habita la sombra de tu madre,
hablando consigo mismo.
Tal vez porque en los monólogos interiores
el que habla son los otros que somos.
*Nilton Santiago nació en Lima en 1979 aunque reside en Barcelona desde hace varios años.
En poesía ha publicado El libro de los espejos (Premio Copé de Plata de la XI Bienal de Poesía, Lima 2003); La oscuridad de los gatos era nuestra oscuridad (Premio Internacional de Poesía Joven Fundación Centro de Poesía José Hierro, Madrid 2012); El equipaje del ángel (XXVII Premio Tiflos de Poesía, Visor Libros 2014), Las musas se han ido de copas (XV Premio Casa de América de Poesía Americana, Visor Libros 2015) y, finalmente, Historia universal del etcétera, con el que ha obtenido el Premio Internacional de Poesía Vicente Huidobro (Valparaíso Editores 2019).
También autor del libro de crónicas Para retrasar los relojes de arena (Vallejo & Co., 2015), ha publicado las antologías A otro perro con este hueso (Casa de Poesía, Costa Rica 2016) y 24 horas en la vida de una libélula (Scalino, Sofía 2017).
*Elízabeth Echemendía