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AÑO 4 - 2023

¿POR QUÉ ESTA HISTORIA? [6] EL VIAJERO CÓSMICO

 

 

Por Marcelo Díaz

 

Desde hace mucho tiempo he comprendido que las religiones, ese invento o constructo artificioso, todas, han sido malas y negativas para un desarrollo normal de los seres humanos. Son la elevación de unos pensamientos sobre los de los otros de forma dogmática, coercitiva y tras haberse apropiado de algo que todos los vivos valoramos mucho: el tiempo de estar vivos. Un tiempo concreto, medible, vivible, frente a un tiempo supuesto del que, sin saber nada o tergiversado, los que ejercen de superiores en las religiones se arrogan poder de condenar moralmente y hasta de condenar a muerte, en el tiempo de vivos y en el tiempo posterior.

Los evangelios canónicos apartan a otros evangelios porque les molesta para su doctrina impositiva. Y ahí mismo tenemos muchas respuestas que son aceptables, por lo menos, para quitar todo el dogmatismo.

El protagonista de mi relato es un viajero cósmico y es tan válido como Elías cuando se fue en un carro de fuego al cielo. O como el que estuviera subido en el artefacto que se posó en el Monte Sinaí, con ruido y humos, y esperó a Moisés a que subiera a por las tablas de la Ley. O los cruces deliberados y experimentales con otras razas cósmicas, como pudo ser Jesús, Buda, Quetzalcóal, o el hijo de la mujer de Lamec, que era de raza diferente a la humana normal y presentaba unos ojos de luminosidad excepcionalmente activa.

 

 

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EL VIAJERO CÓSMICO

 

Continuaba viajando en su trayectoria libre. Visitaba planetas de distintas galaxias. Y lo sabía casi todo, pero siempre había sorpresas que no tenía archivadas en su navegador cuántico interestelar. Solían ser de carácter anecdótico y menor, desde su conocimiento del mundo, pero algunas eran de una enorme influencia en los grupos pequeños de pobladores de algunos territorios, planetas enteros. Siempre iba conectado a su diadema lectora interestelar.

Por lo que le gustaban los ríos y los puentes en el Planeta Tierra, decidió bajar un tiempo breve en una ciudad que le resultaba llamativa: Mostar, un pequeño lugar en un territorio que los humanos denominaban Bosnia, en el centro del hemisferio norte de ese planeta.

Bien aprovisionado en su camuflaje, posó su vehículo, en este caso similar a los automóviles que había alrededor, y salió observando todo y recibiendo información muy diversa y completa del lugar. Pero justo en ese momento, desde las alturas de una torre comenzó un canto de voz humana lamentosa y aguda que le parecía una llamada o apercibimiento. En ese mismo instante, los seres varones se pusieron de rodillas sobre la hierba que había cercana y agacharon su cabeza hasta tocar el suelo.

A continuación, muchos de ellos comenzaron a caminar en dirección a la torre del canto y entraron en lo que él ya reconoció que era un lugar de culto a unos personajes mitificados creados desde la ficción por profetas o iluminados desde la búsqueda de una respuesta a los misterios que les presenta la existencia desde su conocimiento tan limitado.

Era un hecho que conocía bien, pero solo en los territorios del Planeta Tierra era donde ocurría de esta manera que no terminaba de entender: La obediencia creada por otros humanos respecto a unos seres mitológicos con tal arraigo que no cabía cuestionarse nada de la doctrina implantada. Eso era pecado y podía ser delito y hasta costar la vida.

No le extrañaba menos lo que veía en algunos planetas o lactoductos en los que unos seres extraños con inteligencia mecánica se creaban y anulaban por razones en las que no se cuestionaba claramente la ética sino la funcionalidad y la producción o la utilidad a un colectivo que no tenía ideas preestablecidas.

El lenguaje estaba sustituido por escalas de efectividad que se interpretaban por los otros de forma automática. La vida era una permanencia sin recuerdos ni deseos. Pero, después de todo un milenio viajando, ya no le parecía triste sino tan solo una pequeñez que comprendía y le hacía sentirse en sintonía con su Universo.

Y recordaba como algo mágico y extraño el trayecto infinito en el que los seres viajeros no paraban de regenerarse o vivir en una metamorfosis permanente y veloz, para su tiempo, del que sabía que el Cosmos es una extensión ilimitada y sin edad. Y nadie mejor que él para saber esto porque procedía del hueco infinito de los nexos vacíos, en el que uno de los estratos inacabados construía sin parar seres de energía transformable y multiforme con la que podían recorrer lo inacabable.

En Tierra, en el asunto de las religiones, el contenido de ideas y sentimientos no se originaba de forma inteligente por cada individuo, sino desde el exterior por otros humanos que se atribuían el conocimiento de un ser superior o mito que denominaban dios y con el que imponían su visión y doctrina con todas las extorsiones que se puedan imaginar. Desde premios y castigos, objetivamente imposibles, que se recibirían en otra vida y otro espacio, en base al cumplimiento en vida terrenal de las normas que imponían, hasta el derecho a afectar la propia vida y el poder sobre ella en cualquier momento.

Estos entes mitos no se habían conocido nunca y eran solo producto de la imaginación de los creadores, que conciben a estos seres superiores, pero en el inocente y torpe concepto de inventarlos a imagen y semejanza de la propia mente del que lo inventa. Pero que, determinado ya el ser visionado, a pesar de lo mágico y poderoso, no era cuestionable en nada o ya entrabas en ser enemigo o cometer pecado. Era un reinado montado sobre la ignorancia y el amedrantamiento

El viajero cósmico conocía muchos otros planetas y cuerpos del espacio

y le producía risa y pena que un ser así, uno, superior total, con capacidad para todo lo que se le atribuía, tuviera que estar pendiente de cosas y aspectos muy pequeños con todos los multiversos y seres que los habitan.

Y más cuando todo lo que se valoraba de un mundo tan pequeño y material, el Planeta Tierra, era para el premio o castigo en una eternidad nunca descritos ni ubicados. Todo producto de una de las cuestiones que más les preocupaba: el tiempo, la vida, que realmente era efímera. En torno a la vida y la muerte se podía inventar todo.

Del cielo podría pensarse benévolamente que era espiritual y el espíritu, como posible energía, puede ubicarse en muchos espacios. Pero del infierno, en el que los cuerpos arden eternamente en el fuego, necesita de un espacio físico y el traslado de los cuerpos a ese espacio, y el material para quemar.

No le parecía infantil siquiera, sino absurdo. Un invento de mentes de gran pobreza espiritual y desconocimiento rotundo del Cosmos.

Pero el truco estaba servido. Aquí en este lugar de vivos tienes que hacer lo que decimos nosotros, que somos los que sabemos todo y tenemos el poder. Y así podrás irte, tras el final de tus días, a esa eternidad. El cambio incuestionable. Un corto tiempo haciendo lo que decimos, sobre todo de tipo mundano, y ya para siempre una eternidad feliz en la que nunca tienes que hacer nada, sin actividad.

Al poco tiempo, desde lo alto de una parte elevada de la ciudad, un edificio alto y blanco, comenzaron a tocar sus campanas. Otro desfile de gente comenzó a entrar en el templo, que se veía católico.

Desde el mismo origen, desde el dios único, habían ido apareciendo dioses únicos verdaderos y diferentes. La respuesta durante siglos no fue el acuerdo sino la confrontación, las guerras, la obstinación y, como consecuencia, la muerte. Quizás el entretenimiento para los años del cuerpo vivo.

Pero el Viajero conocía muy bien por la telepatía, la confluencia de halos, la lectura de la escritura que hay en el Cosmos sobre todas las cosas, los grandes registros acásicos, la compensación de energías, que en su luz de origen ya era la gran tierra donde se cultivaba la vida, que los creadores, pensadores, los científicos habían podido separarse de esta prisión y habían dado lo mejor para los humanos.

Como no quería seguir comprobando ese nivel tan bajo y primario de esa civilización, desde su mente definió para su diadema cronointerestelar su deseo de ir a un hueco infinito en el que siempre hubiera luz y permanentemente un trasvase de energía y bondad que no parecía venir de ningún dios, ni de ningún inventor de mitos. Ellos sabían que lo generaban ellos y que venía de los seres presentes y anteriores. Desde ahí sembraban los horizontes de su espíritu.

 

 

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Marcelo Díaz (Villasequilla, Toledo, 1950) es escultor y poeta. Maestro y psicólogo, comenzó su actividad escultórica en 1971 en Cardona y, desde 1978, en Villarreal, Castellón, donde vive; también estuvo un año en Serbia. Es miembro de la tertulia poética El Almadar. Dentro de su visión humanística de las cosas, la poesía y la escultura son para él dos maneras de mostrarse a partir de un mismo motivo, principalmente emocional, de forma que muchas de sus esculturas se relacionan con poemas que transmiten las mismas vivencias.​ Ha cultivado, además, la pintura, la novela, el teatro y el cine.​ Obras suyas son, por ejemplo: Forja de mar: Poemas de la posesión terrena, 1982. Gozne devenido: Poemas de la posesión debida, 1988. Ágora, 1992. Continente de auroras, 1996. Amarinte (mayo), 1997. Lindario, 1999. Viaje sin memoria. Premio Ciudad de Alcalá, 2008. Mapa de costas, 2011. Sin cie(l/n)o, 2012. Criar la luz, 2017. El pulso almado, voz lignaria, 2018. Los aleros bermejos (líbrido), 2019 y HUMANOS S.A., 2020 (Relatos).

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Felipe Sérvulo
Felipe Sérvulo
2 años hace

Excelente relato. Recuerdos, reflexión y sueños en él.
Enhorabuena.

DELIA IZQUIERDO ARMUNIA
DELIA IZQUIERDO ARMUNIA
2 años hace

¡Enhorabuena! Seguro que te visitó ese «viajero cósmico» para meter esas ideas tan libres en tu pensamiento

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