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AÑO 4 - 2023

¿POR QUÉ ESTA HISTORIA? [7] EXÓTICA

 

Por Santiago Eximeno

 

Este relato surge de una iniciativa loca a cuatro manos con Isaac Beltrán. Nos hemos lanzado al reto Bradbury, escribir cincuenta y dos relatos breves en cincuenta y dos semanas consecutivas. En este relato concreto, recupero una imagen perturbada, un recuerdo falso de un paseo con mi pareja por las costas asturianas, en el que creí ver algo imposible flotando entre las aguas, al pie de un acantilado. He tenido la idea rondándome la cabeza durante años, y no ha sido hasta que mis hijas han recorrido los mismos pasos que en su momento recorrimos nosotros que he comprendido qué es exactamente lo que quería contar. Aquí está la fascinación de sus miradas, pero también mis miedos y esa oscuridad que siempre encuentra camino para volcarse en mis obras.

 

 

 

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EXÓTICA

 

«Nadie sabe el miedo que a mí me dan los caballos.

Caiga un rayo sobre todos sus ojos»

Quimera, Federico García Lorca

 

 

Yace un centauro a los pies del acantilado. Las rocas que brotan del mar, a las que se adhieren grandes moluscos de concha negra, han rasgado su lomo y su grupa. La espuma blanca de las olas palmea sus cuartos traseros, quebrados, y de la garganta abierta de lo que semeja hombre brota una mancha de sangre oscura, un vertido de algas podridas sobre la superficie del agua. El hedor de lo derramado, de lo muerto, asciende por el acantilado entre jadeos y se desparrama por el monte. Madelón, arriba, asomada al borde, contempla el cuerpo de la criatura —no logra considerar al centauro de otra forma sino como criatura exótica e irreal, imagen robada a los sueños— mientras sus dedos se entrelazan, se retuercen, pugnan por liberarse y arrancarle el pelo a dentelladas. Solo se contiene por el niño que, a su lado, mira entre murmullos y sonrisas al caído.

—¿Ves, mamá? Te lo dije, es un centauro —dice Pablo.

Su hijo sonríe con la satisfacción del que se sabe triunfante, el que posee la evidencia que certifica sus palabras. Todo el camino que han recorrido desde la aldea hasta el acantilado se ha mostrado seguro de sí mismo, confiado. Esa mañana ha llegado a la casa excitado, jadeante, y ha tironeado del mandil de su madre con insistencia. Madelón no ha entendido su cháchara, o no ha querido entenderla. No al menos hasta comprobar con sus propios ojos lo que el niño decía, porque todo sonaba a demencia, a recuerdos largo tiempo ocultos, a miedo. Madelón ha dejado las lentejas en el fuego, convencida de que no tardarían en volver a casa, a la firmeza de sus muros de piedra húmeda. Pero ahora todo es distinto. Un centauro muerto, mitad caballo y mitad hombre, se desangra allá abajo, acuchillado por las rocas que ha descubierto la pleamar. Desde la distancia ella no alcanza a ver su rostro, y no quiere verlo. Teme descubrir en él facciones conocidas, como si aquella cosa le rememorara las historias de licantropía de las que le hablaba su abuela en las noches de lluvia. Como si pudiera descubrir en esa carne yaciente un presagio, o peor aún, un reconocimiento. Porque el niño ha dicho que lo recordaba, que ese ser de fábula le recordaba a alguien a quien solo ha podido ver en fotografías antiguas, olvidadas durante años en altillos, en maletas viejas cubiertas de polvo.

—¿Podemos bajar, mamá? ¿Podemos? —dice Pablo.

Ocho años ha cumplido, la inocencia todavía se enraíza en su pequeño cuerpo. Madelón sabe que el niño no puede comprender la aberración que representa una criatura como aquella en el mundo real, en este mundo. En el día a día que comparten en la aldea, con la rutina de las comidas que esperan en el fuego, con las gallinas que exigen ser alimentadas, con las cabras que balan en el cobertizo. Madelón piensa en su marido, que como todas las mañanas ha bajado andando a la ciudad y volverá en unas horas, hambriento, cansado de burocracias y papeleos, deseoso de regresar con sus animales. Con su familia. Y recuerda Madelón que ellos también poseen un caballo, y se pregunta si todo lo ocurrido tiene un sentido que no logra abarcar. Busca en los bolsillos de su pantalón, del mandil, el teléfono móvil que ha olvidado en la cocina. Para llamarlo, para fotografiarlo. Se siente más desamparada en esa falta tecnológica, como si ese refugio que han buscado conscientemente en lo rural se hubiera convertido en una trampa.

—¡Vamos, mamá! —dice el niño.

Pablo tira de su madre, la arrastra hacia el camino de tierra, ese paso maltrecho, descuidado, que desciende hasta la cala, al otro lado del acantilado, desde la que podrían alcanzar el cuerpo saltando por las rocas. ¿Y para qué querrían hacerlo? Aquello, sea lo que sea, está muerto. El centauro está muerto. Ya no les servirá de nada llegar hasta él. Pero Pablo quiere verlo de cerca, quizá incluso tocarlo. Pensamientos morbosos mordisquean la cabeza de Madelón, que vuelve a la comida, al fuego encendido, al hogar de piedra. También vuelve a su marido, que regresará a casa en cualquier momento. Si no los encuentra allí, se preocupará. O quizá se sirva un plato y los espere comiendo, ajeno a caballos con torso y rostro de hombre, a quimeras que yacen al pie de los acantilados. El camino es abrupto, Madelón resbala un par de veces. Pablo ríe, ajeno a la posibilidad de una caída. La verticalidad del sendero no le atemoriza. Corretea entre matojos, ríe de nuevo. Madelón sigue sus pasos, imprecisa, en un estado de pánico que no logra gestionar. Cree que el niño se burla de ella, de sus miedos, de sus preocupaciones. Bendita, maldita infancia.

La brisa revuelve el pelo de la madre, del hijo, mientras entierran los pies descalzos en la arena de la cala. El mar es un remanso de paz. Han dejado los zapatos junto a la orilla. Pablo se ha quitado la camiseta, se ha lanzado al agua. Hace frío, ha querido decir Madelón, pero no ha abierto la boca. El niño ha nadado hasta las rocas, apenas unas brazadas. El cuerpo ya no está, el mar se lo ha arrebatado. Solo queda la sangre como testigo, los restos de carne y hueso adheridos a los moluscos, el pelo.

—¡Se lo han llevado las sirenas! —grita Pablo, y Madelón no sabe qué creer.

El niño sale del agua y vuelve junto a ella. Sonríe, pero está triste. La magia ha desaparecido. Lo que no se puede tocar, antes o después, se olvida. Pablo corre hacia ella, hacia su madre. Cuando Madelón lo abraza, inconscientemente acaricia su espalda desnuda. Y, aterrada, apenas capaz de contener el llanto, siente las protuberancias, justo sobre las escápulas, una a cada lado, donde cualquiera en su sano juicio esperaría que le crecieran alas.

 

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Santiago Eximeno (Madrid, 1973) ha publicado novelas, libros de relatos, libros de ficción mínima y numerosos relatos y microrrelatos en diferentes antologías y revistas. Un no parar. En todos ellos hay algo horrible y algo maravilloso. Sus obras han sido traducidas a varios idiomas, como el inglés, el francés, el japonés o el búlgaro. Su último libro publicado es el libro de relatos Umbría (Dilatando Mentes, 2021). Puedes saber más sobre él en www.eximeno.com.

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Román Sanz Mouta
Román Sanz Mouta
2 años hace

Hermoso, con un toque de perturbación y alteridad.
Siempre fino, el gran Eximeno.

Paco
Paco
2 años hace

Infancia perversa. Precioso

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