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AÑO 5 - 2024

CONVERSACIÓN CON ÁNGEL GUINDA

 

Matías Escalera Cordero / para Casa Bukowski y Odisea Cultural

 

Brevemente, para quienes, en el amplísimo mundo de la literatura en español, no conozcan aún a Ángel Guinda, solo cabe decir que es otra de las voces imprescindibles de la poesía española de los últimos cuarenta años; pues su primer poemario, Vida ávida, data, precisamente de 1981, aunque, ya en 1977, funda una pequeña colección de poesía, y un año después, en 1978, publica su primer manifiesto, Poesía y subversión.

 

Pero, además, Ángel Guinda, lo sé por experiencia, es uno de los compañeros más fieles que uno puede tener junto a él en la trinchera de la vida y de la escritura con sentido. Premio de las Letras Aragonesas en 2010, es un zaragozano de pro, pero madrileño de adopción, del mejor de los Madriles, no de este Madrid, de ahora, que está a punto de desaparecer entre cazurradas paletas y patrioteras, asfixiado por un chovinismo carca y paleto, tan obtuso e ignorante, como extraño a la historia de la propia ciudad, en la que nací y me han arrebatado.

 

Su obra es la suma de más de veinte libros de poesía, de traducciones, de colecciones de aforismos, de manifiestos (cuatro, al menos, uno por cada periodo de su vida/obra), pues es de los pocos poetas que cree aún firmemente en ellos; y autor de un enorme ensayo sobre uno de los enormes poetas españoles del último tercio del pasado siglo, Leopoldo María Panero.

 

Con este ser humano sabio y sensato donde los haya, de voz grave y profunda, al que cariñosamente llamo, en ocasiones, “Emperador de la Poesía”, voy a establecer una pausada conversación: ya lo saben, solo para lectores como ustedes, que son capaces de leer más de seis líneas seguidas y que aún piensan que las ideas necesitan reflexivo desarrollo y necesario reposo. Y hablaremos sobre la escritura, sobre la vida y el sentido de ambas; en realidad, vamos a hacer una especie de “recapitulación”, pues Los deslumbramientos y Recapitulaciones (Olifante, 2020) es, justamente, el título de su más reciente poemario.

 

 

M.E.C. Querido Ángel, gracias, lo primero, por aceptar conversar conmigo acerca de lo que hacemos y de lo que somos, o de lo que hemos querido ser y acaso no hemos conseguido ser, en unos momentos que no son fáciles para ti, pensando en los lectores de Casa Bukowski y de Odisea Cultural, y en todos aquellos a los que, finalmente, por las variadísimas e inescrutables vías digitales, lleguen nuestras palabras. Hace mucho tiempo, un buen amigo y compañero, creo que ya lo he contado alguna vez, me hizo la pregunta más importante de todas las que me han hecho, en cuanto a la escritura se refiere; me preguntó: «Matías, ¿tú por qué escribes?» Al principio, balbuceé apenas las típicas razones ego/romántico/idealistas que se te ocurren cuando no lo has pensado bien o ni siquiera te lo has planteado; pero, al llegar a casa, me puse a pensar en ello seriamente y, hasta que no lo tuve claro, no volví a escribir una línea más. Ahora, te pregunto yo, Ángel, ¿tú por qué escribes?

 

A.G. Querido Matías, escribo para vivir lo más intensamente que puedo mi mundo interior, mi mundo personal; pero también escribo para cambiar a mejor, si puedo y es posible, el mundo exterior; escribo, creo, contra la realidad, más que sobre ella. Y, pensándolo bien, escribo también para enriquecer mi inteligencia, mi conocimiento de las cosas y de mí mismo, mi propia memoria y mi sensibilidad. Escribir, para mí, es como vivir. En fin, si lo resumiese en dos afirmaciones, escribo para resistir y escribo para no morir.

 

M.E.C. ¿Sabes que, de alguna manera, sabía por dónde iba a ir tu respuesta? Desde que te conozco, te escucho y leo tu obra, sé que el ansia de vida, el conocimiento, la muerte y el mundo son los pilares sobre los que se asienta tu escritura; y ese “escribo para no morir” me impresiona justamente porque te define con precisión quirúrgica. Pero ¿te acuerdas de por qué exactamente empezaste a escribir con veintitantos años? ¿Lo recuerdas?

 

A.G. Durante la primera juventud estaba ocupado en el aspecto más sentimental de la existencia. Los sentimientos eran mi mayor centro de interés y entusiasmo, especialmente el sentimiento de orfandad, el amor, la tristeza, la soledad y el sentimiento de pérdida. Próximo a la treintena se me manifestó un sentimiento de protesta contra las dictaduras (en Chile, Argentina, la nuestra, en España), en general, contra la injusticia en el mundo, contra los encarcelamientos por acciones en defensa de la libertad y la justicia. Fue cuando me afilié al Partido Comunista de España en Aragón. Fue la época de la poesía militante a la que me entregué con textos y lecturas públicas.

 

 

M.E.C. Vaya, hemos dado con una de las avellanas de la cuestión, a la primera, el de la “comunidad de referencia”. Te explico: a menudo, Quique Falcón, nuestro querido compañero, ha manifestado su preocupación por un hecho que me inquieta también a mí, el que, desde hace tiempo, hayamos perdido nuestra comunidad de referencia, algo que explicaría, desde mi perspectiva, el que estemos y nos sintamos tan solos y el que, incluso, a menudo también, no sepamos bien para quién escribimos. O, como lo expresa el propio Quique, que ninguna comunidad nos encargue, por así decirlo, ninguna tarea. La muerte de la vieja clase obrera, nos ha dejado huérfanos. Y esa orfandad, semejante, en muchos aspectos, a la que sentías tú de joven, es, creo, solo nuestra, de hecho, creo que es una de nuestras señas de identidad, porque, descartados los poetas de la academia, o aquellos instalados en el canon mediático e institucional, que tienen muy claro a quienes pertenecen y representan, y que son, en realidad, meros restos de un pasado ya irrelevante, queda esa poesía pop “tardo-adolescente” de las redes sociales, que tan bien ha descrito Martín Rodríguez-Gaona, que sí sabe para quién se escribe. Todos esos y esas poetas sí tienen comunidad; y sí saben bien por qué y para quién escriben y qué se les encarga expresar desde esa comunidad (que básicamente es lo establecido). También está esa poesía performativa, virada hacia el espectáculo y, a veces, con intención crítica, que también sabe a quiénes se dirige, que tiene su público. Pero nosotros, en los márgenes de la academia y del canon mediático, ausentes de las redes sociales y del espectáculo performativo, ¿para quiénes escribimos, Ángel; a quiénes nos dirigimos? ¿Sientes, como yo, ese pasmo y esta orfandad de la que te hablo?

 

A.G. Conozco y he tratado a Martín Rodríguez-Gaona, a quien admiro y con el que comparto la sospecha de que, con las redes, el peligro es que nos atrapen y agoten nuestro tiempo, que es nuestra mayor riqueza, que se nos va y no vuelve; además de que nos abocan a una cierta infantilización de nuestra inteligencia. Por lo demás, alguna vez he dicho que todo poema es un arrebato, un deslumbramiento, una voz silenciosa que nos visita. Sin embargo, claro que siento esa orfandad, esas pérdidas de la que hablas, ese pasmo, por eso, quizás, siempre estoy buscándome en el territorio de la conciencia, de la dignidad, de la imaginación, pero también de la solidaridad. Más allá del Vicente Aleixandre de para todos escribo, conservo una camiseta con una leyenda anónima que me interroga: La poesía no es de quien la escribe, sino de quien la necesita. Escribimos, probablemente, para quien nos lee casual, voluntaria o inevitablemente. Volviendo a Aleixandre: escribo, acaso, para los que no me leen, es verdad. En los últimos tiempos de su vida, Miguel Labordeta decía escribir para sí mismo. Al final, somos el territorio de la conciencia, de la dignidad, de la imaginación en cada uno de nuestros momentos en ese tiempo que pasa inexorablemente y a los que respondemos.

 

M.E.C. Pero “escribir para uno mismo”, o eres Miguel Labordeta “al final de todas las cosas”; o, si no, en boca de alguien relativamente joven y sin experiencia que pretende ser poeta o escritor, es una afirmación, creo, que no deja de ser, o una simpleza, si se la toma uno en serio, o una simpática boutade para epatar a culturetas indocumentados en una declaración a la prensa o en un acto público. Si, como Martín Gaite se dio cuenta por los años setenta, perdemos al interlocutor, ¿qué nos queda? ¿Realmente crees que tiene sentido escribir para uno mismo, si no es al final de un largo proceso de maduración, una vez alcanzado cierto conocimiento de la vida, justo cuando ya no te importan los demás, o cuando te sientes cerca del final…? Te lo digo porque aquella intuición de Martín Gaite, de que, si perdemos al otro, nos perdemos a nosotros mismos y, entonces, nuestra escritura deja de tener sentido también, me pareció lúcida e inquietante, cuando leí en la universidad el famoso artículo de la genial escritora salmantina, y, ahora, a estas alturas de la película, cuando hay más poetas que lectores de poesía en este país, me parece sencillamente profética. Otra cosa es que aceptemos que esos ciento cincuenta lectores, vamos a poner doscientos, que realmente nos leen de verdad, con atención, son nuestro interlocutor, y que escribimos, en realidad, para ellos. ¿No echas de menos un tipo de interlocución dialéctica, que nos exija y responda, al mismo tiempo; o es que ya nos hemos acostumbrado a dirigirnos a nosotros mismos, a “escribir para nosotros mismos”, y no concebimos otra posibilidad?

 

A.G. Mira, Matías, cuando publiqué el Manifiesto Poesía útil (Librería de las Musas, Madrid, 1994), tenía 46 años y creo que encontré mi poética personal como poeta lírico. Me di cuenta de que la “poesía útil” es aquella que sirve al ser humano moralmente para vivir; estéticamente para gozar; y culturalmente para enriquecer y afianzar su saber; pero como aprendí y comprendí siendo adolescente las cosas tienen utilidad en tanto que las personas tenemos dignidad. Es cierto que, desde hace dos años y medio, me siento cerca del final en cuanto al aprendizaje poético y a la experiencia existencial, pero no han dejado de importarme los demás, los otros y lo otro, lo que no soy yo.

 

M.E.C. Eso es; ahora sí veo al Ángel Guinda, no solo de Poesía útil, sino de El Mundo del Poeta: el Poeta en el Mundo (Zaragoza. Olifante, 2007) y de Poesía violenta (Zaragoza. Olifante, 2012); ese que con voz de “emperador” escribía lo de «Cansados, aburridos, decepcionados de la poesía que se escribe en la España de fin de siglo XX (con el justo respeto a las contadas excepciones redentoras), por instinto de resurrección poética decimos No. No queremos una poesía domada por las tendencias dominantes. Queremos una poesía en estado salvaje, libre. No queremos una poesía aséptica, de sonsonete, mimética. No queremos poemas de tubo de ensayo, ni poemas lúdicos que camuflan la trampa. No queremos una poesía profesoral escrita por doctos iniciados para los elegidos de la secta. Arremetemos contra la abulia, contra el sopor, contra la palabrería, contra el ombliguismo lingüístico, en un mundo que se descompone por la carcoma de su incapacidad para pensar y repeler la agresión de la Gran Anestesia...» O al Ángel que me impactó con afirmaciones como estas: «El cerebro es el campo de batalla de toda transformación… /… Violencia es violencia. Pero hay una violencia negativa, cuyo objetivo es la destrucción por la destrucción; y una violencia creativa, cuyo reto es aniquilar destrucción: construir destruyendo.» Ya tenemos, pues, tres claves del asunto: la utilidad, la comunidad y el tiempo; y, precisamente, esta última dimensión me interesa sobremanera; en realidad, es el aprovechamiento útil del tiempo que se nos ha dado –del que habla también la gran Simone de Beauvoir–; ese tiempo que pasa inexorablemente, como decías tú mismo antes, pero no solo el tiempo personal, sino también el tiempo colectivo e histórico; ese tiempo común del que surge esa ira y esa rabia “destructora/constructora” por la que abogabas y que comparto absolutamente contigo. Una dimensión que, por ser esencialmente dinámica (al menos, en los seres que, como tú, viven auténtica y realmente), es fuente de cambios y aprendizajes. Por eso, hay algo que no puedo dejar de preguntarte, ¿qué has aprendido poética y existencialmente en estos dos años tan cruciales y tan intensos para ti?

 

A.G. En estos dos años, el convaleciente crónico en que me he convertido, como consecuencia del cáncer de pulmón que padezco, aprende a alargar la vida viviendo más lentamente, con serenidad, resignación y alevosía; pensando con mayor hondura, releyendo aquellas obras que me marcaron desde la adolescencia. He aprendido a fertilizar el tiempo, a valorar más lo trascendente. Puedo recurrir a la fórmula Espacio igual a Velocidad por el Tiempo; de donde saldría Tiempo igual a Espacio partido por la Velocidad; esto es, cuanto más disminuyo la Velocidad más aumenta el Tiempo. He aprendido a esperar y aceptar la idea de la muerte con resignación y alevosía, repito. Envidio a los vivos que están completamente sanos, que tienen mucha más salud que yo, pero los compadezco, porque saben que un día morirán, sin sospechar cómo ni cuándo ni dónde. Esa corriente poética llamada por los estudiosos “poesía de la experiencia” me ha llevado a indagar en algo que me intriga aún más: la experiencia de la poesía, de modo que me identifico con estas dos aseveraciones que considero fundamentales: una es esta, «expresarse es vivir. Poesía al servicio del individuo y de la comunidad, como medio propagandístico de belleza, verdad y libertad. La poesía es un instrumento de difusión, pero está por encima de la propaganda; una herramienta política por encima de la política; una contemplación de la naturaleza, pero también su sensual experimentación por el lenguaje; una interpretación del ser humano que no se detiene en el individuo ni en las multitudes. Nebrija aconsejó escribir como se habla. Nosotros precisamos: escribir como se vive. La poesía no es tanto el resultado de escribirla como la alternativa de vivir poetizándolo todo». Y, la otra, esta, «respecto al poeta, es un trabajador de la cultura en el sector de la literatura. Como tal le conviene organizarse con los compañeros en defensa de sus intereses para conseguir la máxima eficacia en la difusión de su trabajo hacia una revuelta cultural. El poeta está siempre en contra, encontrándose con la contradicción. Es contradictorio porque la contradicción está en la vida misma que asoma a sus ojos la ventana de la muerte».

 

M.E.C. Esto solo es, querido Ángel, el adentro y el afuera –como los he nombrado yo poéticamente, a veces– que se funden en un “adentro nuevo”, denso y profundo, pero abierto, de par en par, al mundo y a lo primordial; es esa especie de milagro de consciencia que sobreviene cuando tocamos lo básico, cuando, despojados de toda tontuna, como decía mi abuela, vamos a lo que realmente cuenta, cuando nos sabemos solos y, a la vez, acompañados por los nuestros; cuando lo que no importa, de verdad ya no nos importa, porque no necesitamos disimular más, ni aparentar más, puesto que ya sabemos lo que es esencial, lo que necesitamos de verdad y lo que no necesitamos en absoluto, eso que nos ahoga y asfixia lo mejor de nosotros en nosotros mismos… ¡Aquí quería llegar, Emperador!… Pues eso es justamente lo que encontré en tu libro doble, Los deslumbramientos, seguido de Recapitulaciones (que así se presenta en la cubierta), editado primorosamente por Olifante, un sello que es, en parte, también tu vida; dos zurriagazos de lucidez y de sabiduría existencial, y de plenitud poética, que me conmovieron las entrañas, mientras los leía, removiendo cada neurona lectora de mi cerebro… «Antes pisaba la tierra. / Ahora piso el firmamento.» Son los dos versos con los que terminas el poema MUY DENTRO, el último de la parte de Los deslumbramientos… Ángel, ¿es reconfortante saber que, en ese tránsito de la tierra al firmamento, no has estado ni has llegado solo? O que tu destino –y así querría que fuese el mío también– no es el de Martin Eden, el inolvidable personaje de Jack London, la soledad destructora y absoluta.

 

A.G. Me alegra que transmitas, siempre, ese optimismo contagioso, tan sanador, amigo mío… Lo cierto es que, aunque creía, y creo, que había venido al mundo para destruirlo y, de las ruinas, levantar otro orden; reconozco que estas intenciones eran fundamentalmente propias de la juventud. Ahora, al cabo de toda una vida, aún no me gusta; no me gusta este mundo, tal como lo declaré, hace tiempo, en un aforismo: «Estar fuera del mundo por llevar un mundo dentro». La primera edición de Vida ávida la dediqué precisamente “A la Destrucción”, en un guiño a Leonard Cohen. Sin embargo, ha sido la soledad uno de los sentimientos permanentes en mi vida y en mi poesía. Otro ha sido el miedo. Inevitablemente creo que el poeta, el pintor, el escultor, el músico, están solos y ya no únicamente en el momento de su trabajo creador, también en su vida, a causa, tal vez, de lo abstraídos que se sienten por su creación misma.

 

 

M.E.C. Sea como sea, nos sintamos acompañados o nos pensemos como seres huérfanos y solitarios, en un mundo en el que las palabras, las ideas y los versos más sagrados, esos que creíamos solo nuestros, los escuchamos en las bocas más indeseables o los vemos sobados y hollados por las pezuñas más repugnantes, y, en el mejor de los casos, son tomadas, o tomados, como simples reclamos para anunciar automóviles, escapaditas de fin de semana, perfumes o inversiones en bolsa y seguros de vida, me da la impresión de que gente como tú y como yo, en efecto, somos meros sobrevivientes; y que lo único que nos queda es sobrevivir con cierta dignidad. Es desolador, pero es lo que hacemos, ¿no te parece, compañero?

 

A.G. Así es, la poesía hace tiempo que está banalizada –excepto la mejor, claro–. Para algunos, como nosotros, la poesía es un gesto, una actitud ante la vida y una solución ante la muerte, una gesta de supervivencia. Sobrevivir con ejemplaridad personal y social frente a la injusticia, a la insolidaridad, a la violencia, a la dominación agresiva de unos frente a otros, hombres contra mujeres, adultos contra jóvenes, o viceversa; ricos contra pobres, con esos salarios y esas pensiones insuficientes, o con la imposibilidad de acceder a una vivienda, en fin, todas esas realidades que nos hieren cada día a las personas que deseamos un mundo diferente, más justo y verdaderamente humano.

 

M.E.C. Por cierto, querido Ángel, antes de terminar esta conversación, llevada a cabo de un modo pausado y tranquilo, sin la molestia de esos ecos ni de esas interferencias indeseadas que provienen del ruido ensordecedor del mundo que nos rodea, ¿te arrepientes de algo que consideres, ahora, o que hayas considerado antes, alguna vez, en tu vida, importante?

 

A.G. Me arrepiento de haber publicado excesivamente pronto, en concreto, textos de los que con los años me he retractado por considerarlos estéticamente mejorables. Y también, fíjate, de cierta agresividad expresiva contra instituciones y cargos eclesiásticos. Aunque pienso que, en general, toda retractación es un suicidio, de modo que, si esto es así, para recuperar la vida, tendré que volverme a retractar, habrá que volver a suicidarse, una vez más; en fin, una historia penosa y autodestructiva.

 

M.E.C. ¿Te das cuenta, Emperador, de que no tenemos “clase de referencia”, y que hemos renunciado a la transformación material del mundo? Sin embargo, aun como seres derrotados y expectantes que somos, tus palabras y las mías me han recordado un hermosísimo poema del poeta chileno Enrique Lihn, “Porque escribí”, que concluye así…

 

Porque escribí no estuve en casa del verdugo
ni me dejé llevar por el amor a Dios
ni acepté que los hombres fueran dioses
ni me hice desear como escribiente
ni la pobreza me pareció atroz
ni el poder una cosa deseable
ni me lavé ni me ensucié las manos
ni fueron vírgenes mis mejores amigas
ni tuve como amigo a un fariseo
ni a pesar de la cólera
quise desbaratar a mi enemigo.

Pero escribí y me muero por mi cuenta,
porque escribí porque escribí estoy vivo.

 

 

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Mayusta
Mayusta
3 años hace

Genial. Felicidades a ambos y el abrazo especial para Ángel.

Angel Guinda
3 años hace

Excelente!!!!!!!

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