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AÑO 5 - 2024

JORGE POLANCO – RELATOS DE ANIMALES

 

EL CABALLO DE TURÍN

 

3 de enero de 1889. El caballo avanza con esfuerzo, un latigazo lo apura. Nietzsche fija su mirada en la inutilidad del sufrimiento. El eterno retorno: las correas y los yugos se incrustan en el cuerpo lastimado. Esquelético por una larga vida de trabajo, la fisonomía negra del caballo resalta en primer plano, bajo la tempestad. El filósofo lo detiene, dibuja una silueta en el aire y le da de beber.

31 de marzo de 2011. El caballo avanza con esfuerzo, lastimado por un solo hombre. Los latigazos se incrustan atravesando la nieve y el viento. Béla Tarr necesita solo una cámara que rastree el frío. Quince minutos de esfuerzo inútil y prolongado. No hay muchas palabras que el film pueda transmitir: cada ima- gen conforma el blanco y negro de suaves estocadas de tiempo.

15 de noviembre de 1878. Van Gogh dibuja un árbol torcido y una borrasca que deposita un cráneo en el suelo. Tal como los padres, los artistas siempre lastiman. El viejo caballo, el servidor fiel, está ahí esperando paciente bajo la lluvia. Cuando la tempestad ha acabado, el barquero los llama desde el lago.

 

 

ANIMALISMOS

 

1.

Encontramos al gatito en la plaza. Estaba a mal traer. Debe haber tenido una o dos semanas de vida. Lo trajimos a la casa, le compramos comida y un baño con piedras. Empezamos a cuidarlo, poniéndole un nombre: el gato Renato, tal como el cuento. Al salir al patio, entretenido con las plantas y los árboles, Renato se encontró con el enorme felino de collar rojo que atravesaba el techo todos los días. El rechoncho animal se lanzó contra Renato; lo arañó en la espalda con el deseo de matarlo. Sería su rival en el futuro, supongo. Dañado como estaba, tuvimos que llevarlo al veterinario. Se recuperó bien después de unos días paralizado y convaleciente en la cocina. Empezó a jugar y salir de nuevo, bajo nuestra vigilancia. Pero el gato con el collar volvió cuando estábamos dentro de la casa. Solo sentí los maullidos de la lucha desigual. Renato tenía el ojo arañado, casi no lo podía abrir. Aunque asusté al agresor con una piedra, escapó. Pensé formas de espantarlo, pero después se me ocurrió una idea mejor.

Abrí la cocina y esperé en la puerta del costado, mirando por la ventanilla. Ocupé al pequeño Renato como cebo. Apareció, con sigilo, el otro felino: entró luciendo su collar. Cuando ya estaba dentro, cerré la puerta rápido. El enorme gato corrió por todas partes, y me enfrentó desde el rincón del refrigerador. Justo lo que quería. En la cocina tenía un palo con puntas de clavos        que fabriqué para la ocasión. Arrinconado y esgrimiendo sus dientes, le pegué un certero clavo en el hocico. Gritó despavorido. Lo hubiera empaquetado y lanzado a la playa, como tenía planeado, si no fuera por su intrepidez. Tanto fue el dolor de los golpes que su estupor me permitió lanzarle parafina. Se me tiró encima como último recurso, pero le abrí la puerta y salió arrancando. Ya      tenía en mis manos los fósforos. Brillaba hermoso como una estrella fugaz      entre los ciruelos y las cerezas. Veía su collar más rojo que antes bajo los cálidos colores de la vegetación.

 

2.

 

Mi hija hace un gesto hacia arriba cuando llega el día. Hace un gesto hacia    abajo cuando asoma la noche. Sus manos recorren una línea recta y mira sorprendida cuando aparece la luna. “Papá dijo que me extrañaba”, la escuché murmurar en la escalera. Detuve los pasos. Miré su sombra que coincidía con la luz de la ampolleta. Sus zapatos tenían un color azul. Fui en busca de      un abrigo y un paraguas. Al tomar el mango, su textura me hizo sentir la piel suave de un conejo. Partimos en busca del auto.

Peggy, se llamaba. Así le pusimos, no sé la razón. La teníamos en el patio, muy pequeña. Comencé a darle de comer y la hacía pasar adentro de la casa. Pronto empezó a molestar su presencia. Se comió las escasas plantas y destrozó el jardín; más encima había que protegerla de los gatos que se asomaban por la pandereta y limpiar sus desechos. La hice entrar a otra parte de la casa donde fuera menos invasiva. Apenas llegaba del colegio pasaba a verla. Me llamaba la atención su hocico suave y juguetón al momento de alimentarla. Pero la molestia de mis padres fue creciendo cada vez más y escuchaba sus murmullos contra la coneja.

Un fin de semana fui a la casa de mi abuela. Reinaba la ironía y ciertas risas entre los adultos. Mi padre me sentó a la mesa. La carne estaba recién hecha; algo raro pasaba, las miradas me prestaban demasiada atención. Probé dos o tres veces la comida, hasta que en un momento mi abuela no aguantó  más. Riéndose junto con mi padre, preguntó: “¿sabes a quién te estás comiendo?”

 

3.

 

Decidí volver a visitar la pequeña ciudad donde nací. Alojé por cinco días en casa de mi primo Miguel. Fuimos –como cuando éramos adolescentes– a cazar conejos. Nunca me ha gustado el sabor de estos animales. Su carne me parece insípida. No creo que la forma de preparar la comida haya sido la causa      de mi desagrado por este tipo de carne. A mi abuela la vi sacarle el pescuezo a una gallina con rapidez impresionante, y no tuve problemas con el almuerzo. Miguel siempre fue experto en descuerar conejos. Los ubicaba uno a uno en los alambres de la ropa, les pegaba un golpe en la cabeza y luego con un cuchillo les sacaba el pellejo. Los perros saltaban alrededor, y como premio les daba algunos pedazos del animal.

Salir con la jauría es una aventura; se siente la energía vital de la manada, de los roles y funciones de la caza. En los ladridos comunitarios se escucha la conexión con la naturaleza. En el cerro, los perros pequeños cumplen una función mucho más importante que en la ciudad; se meten en las cuevas y agarran a los animales para que los más grandes los muerdan después. En ese momento hay que apurarse y mostrar quien manda. Mi primo los golpea en el hocico y les quita la presa, aturdiendo a la vez al futuro alimento; listos para ponerlos en sacos atravesados por un alambre, como si fueran una colección pictórica.

Muchas veces se siente el olor sanguíneo. Cuando se palpita esta belleza, hay algo místico en la unión ritual; el sentimiento de pertenecer a una entidad  superior, donde todo cobra sentido y la naturaleza asigna un lugar a cada ser vivo. El cazador experto es aquel que puede con un lazo o un golpe bien dado emplear la fuerza corporal. Estamos hablando de estos tipos de animales que funcionan como plagas, los que deben ser arrinconados y atrapados en su guarida. A diferencia de las fábricas alimenticias, caminar por los cerros, montañas y cauces; correr siguiendo la ruta de los cebos y rodearse de una jauría sedienta, conforma un desafío que se transmite de generación en generación. Es parte de nuestra sabiduría popular.

La última vez que salimos a cazar había granizado la noche anterior. Los pájaros recién comenzaban a sobrevolar el lago. Recorrimos partes de la cordillera de la costa. Algunas trampas estaban con conejos aturdidos por el frío. No reaccionaban. Pero uno de ellos, que todavía tenía energía e intentaba escapar, Miguel lo agarró del pellejo y en vez de romperle el pescuezo          rápidamente, tomó un cuchillo y lo fue desangrando poco a poco. Maldito, decía para sí, mientras sonreía introspectivo, exhibiéndolo delante de la jauría hasta que el animal sucumbió.

 

 

 

 

Jorge Polanco Salinas (Valparaíso 1977-). Poeta, cronista y ensayista. Ha publicado los libros de poesía: Las palabras callan (Altazor, Viña del Mar, 2005/ Provincianos, Limache, 2020), Sala de Espera (Alquimia, Santiago, 2011/ Funesiana, Buenos Aires, 2019) y las prosas Cortes de Escena (Isofónica, Santiago/Barcelona, 2019), entre otras publicaciones en revistas, ediciones “géneros” y formatos diferentes. En plaquettes, ha publicado Umbrales de Luz (Z poesía, Buenos Aires, 2006); Cortometrajes (Fuga, Valparaíso, 2008) y Ferrocarril Belgrano (Inubicalistas, Valparaíso, 2010) Poemas suyos han sido publicados en las antologías: Selección Nacional. Muestra de poesía chilena deportiva (Pez espiral, Santiago, 2018) Wurlitzer (Asterión, Santiago, 2018) Del caos a la intensidad. Vigencia del poema en prosa en Sudamérica. (Hijos de la lluvia, Buenos Aires, 2017); Pioggia di poesie su Milano. Bombardeo de poemas sobre Milán (Casagrande, Milán, 2016) Zapatitos con sangre. 66 poetas del fútbol (Cuarto Propio, Santiago, 2016); Letras en Valparaíso (Universidad de Valparaíso, 2010); El mapa no es el territorio (Fuga, Valparaíso, 2007) Señales en la piedra (Balmaceda 1215, Valparaíso). Versos para un nuevo mundo (Concurso de poesía JJCC). Parte de sus crónicas y relatos aparecen en la revista Concreto azul. Premio de poesía Balmaceda 1215, 2003. Mención honrosa setenta años de las juventudes comunistas, 2002 (Jurado: Nicanor Parra, Gonzalo Rojas, Volodia Teitelboim, Miguel Arteche y Fernando Quilodrán), entre otros. Ha recibido becas de creación literaria 2004 y 2015. Ha ilustrado el libro Las niñas del jardínActualmente vive en Valdivia, en el sur de Chile.

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