SEMBLANZAS – RAFAEL ANDRÉS CORDERO LEDESMA
En Guayaquil cayó la noche y los recuerdos como de costumbre presagian la irrestricta nostalgia, más aún cuando en mi departamento entre mi solitaria semblanza desplazo los documentos del despacho, dándole una nueva bienvenida al baile fantasmal de los asuntos pendientes tras las cuatro hipérboles paredes, y los martes lóbregos no podían ser la excepción.
Paola es una mujer sencilla y a su vez elegante para los momentos ocasionales, bajita y con silueta definida que al momento de su bruxismo mira al espacio trivial de un arbusto o de mi cómoda; eso sí, la escenificación de sus miradas lo llevo en la mente desde aquel momento cuando compartía con ella una botella de cerveza y de vez en cuando un vino elocuente pero también de esos soeces.
El 15 de febrero del 2020 significó para mí, el acabose y a su vez la edificación de mis estados de ánimo cuando la vi por primera vez. Yo ahí totalmente desteñido, desaliñado pero optimista y sereno la vi bajar del taxi. Ella miraba por todos lados con el afán de identificarme, por escasos segundos evité que logré observarme y me di la oportunidad de verla. La dama, con su pechito inquieto y preocupado temía algún desplante hasta que opté por acercarme, nos fuimos a beber algo y desde ese momento esta historia cargada de colapsos autodestructivos solo era el inicio del irrestricto afecto y sentimiento que he podido aprehender por una mujer.
Tomando en consideración que uno vive, ama y odia como puede, mi vida tan monótona, asalariada y melancólica me dispone a diario en exponer los inventarios del exceso. Fue así como vulnerando todos los pronósticos, esa muchacha bonita, callada y sincera tocó el portal de mi casa con la intención de acceder a mi deshabitado espacio de aparatos eléctricos, ventanas y almohadas.
Me es sumamente difícil tener los arrestos necesarios para desarrollar actos loables por una persona, ya que conmigo mismo desprendo un inevitable egoísmo y ella, con un plato de comida en sus manos marcó el consuelo que ningún dogma o divinidad pudo corresponder a mi opaco y confuso corazón solitario.
Por eso, febrero no es más que una página sublime que pausa mis rencores y los torna en esperanza o por lo menos efímera la circunstancia, marzo siempre vulgar, ordinario y los demás meses el contexto de la sentencia coercible de la espera, la aceptación intermitente de asumir su ausencia transitoria pero también definitiva.
A Paola la veo en todos lados, la veo personificada en los usuarios, en los bares y los niños de la calle, la veo en mi casa mancillada, la veo en el frappé, en las canciones tristes y esos poemas de Benedetti que son el único puente para llegar a su rostro únicamente cuando duermo poco o nada.
A lo largo del tiempo me sacudo la cabeza, fumo cigarrillos compulsivamente, acudo a los mismos lugares sin relieve, cuando en los viejos tiempos era la fiesta de un pueblo bohemio y los dos en una mesa con la sinceridad en los ojos siempre hablando y escuchando. Ella tan ebria y yo reinventándome la manera de acceder a su corazón que es simpleza, pero rojo que late sin sentido siempre al ritmo de mi tosca sutileza. Por eso la pienso, porque vendió su alma a los mejores demonios con la única cualidad de saber y descubrir sin esfuerzo alguno quien soy, que pienso de la vida.
Mi situación como hombre me lleva a las lágrimas no obviando los detalles de su partida. No podría compararla con otras cinturas ni sus pies pequeños que solo se debate entre lo sublime y lo concreto. Su cabello recogido que juró nunca deslizarlo por debajo de sus hombros frente a la calle y el coloquio; mientras me hablaba de su vida configurando sus penas secas y ajadas con breves palabras de desgracia, así la quise a Paola tan distinta, renuente, esquiva e indiferente. De a poco mi mano en su leve tacto armonizaba con su cuerpo escuchando poemas donde la muerte agazapada nos burlaba con codicia cuando sus ojos brillosos se entorpecían en el letargo de mi lóbrega estatura.
Ha pasado un año. Paola es como de costumbre un adiós consuetudinario, el motivo elemental de mis desvelos. A veces acostado reformulo los escenarios de algún eventual encuentro y ahí empieza esta contumaz amargura, mi delicado contraste silencioso que, aquel plato de comida, las cartas y las futuras proezas ya no lleguen a destino.
Replantea mi memoria sus olores, espero en demasía ejecutar cada promesa que como un hombre acobardado juré ofrendarle, por ejemplo, llevar su nombre como bandera en los estallidos sociales, ayudar a la sociedad por las causas nobles. Ni las más lúcidas escuelas lacanianas podrían analizar la palidez de mis constantes síntomas, mis ojos siempre en dirección a su boca y la mía en su frente, el precioso gesto de coger un taxi que conducía al infinito para otorgarme su presencia frente a mi abrupta parroquia domiciliaria de desencuentros.
Fueron doce horas con ella donde el mundo no existía y Guayaquil dormía como solo lo hacen los cansados. Me desnudo en el baño, mi silencio transfigura su eco marchito, la pienso y la siento cerca hablándome al oído. Todo es inútil, ella no está conmigo y la extraño como una parca alegoría de un torero derrotado.
Rafael Andrés Cordero Ledesma, 33 años.
La poesía y las obras literarias son manifestaciones culturales que nos ayudan a forjar las cualidades tan innatas en el ser humano siendo ellas, el pilar fundamental de la sensibilidad, solidaridad y reflejo de lo que somos como sociedad. Evidentemente el mundo está inmerso en las banales superficiales de todo tipo de accesos y es ahí, en que la soltura maravillosa de la poesía y el pensamiento nos ayudan a contrastar una alternativa para darle realce a la belleza que no exteriorizamos como premisa de vida.
En lo personal, mis poetas y literatos que influyeron y descifraron mis estados de ánimo, conquistas, soledades, alegría efímera, nostalgias y fracasos son Mario Benedetti, Eduardo Galeano, Jaime Sabines, Pablo Neruda y José Saramago.
Todos ellos denotan virtud a la hora de embellecer el pasado y las cercanías con la ausencia transformadas en recuerdos y memoria impoluta.