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AÑO 5 - 2024

RAFAEL VILCHES PROENZA – LA INQUISICIÓN ROJA

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INQUISICIÓN ROJA _________________________________ novela

Rafael Vilches Proenza

LA VERDAD COMO UN TEMPLO Rafael Vilches y sus palomas sobre(contra) el muro

Supón que es de madrugada y hace un friíto de lo más sabroso y te llevan a fusilar. A fusilarte. Supón que te lo has buscado cometiendo una interminable lista de crímenes contra la humanidad. En una cola para comprar arroz (estuviste la friolera de cuatro horas y cuando te llegó el turno la empleada, sucia e incivil, te dijo con toda la delicadeza de la que fue capaz ─ninguna─ que el arroz se había terminado) expusiste que tus padres siempre fueron pobres y trabajadores; vivieron a lo largo de cuatro gobiernos, y NUNCA se acostaron sin comer. Hoy lo harían. Primer crimen. Y último. Porque la “interminable lista” se reduce a este. La empleada puercona, resbalando entre montañas de arroz, llegaría hasta un teléfono: Compañeros, aquí hay un traidor a la patria, es Fulano de Tal, etcétera. Lo otro es de imaginarse: la mansedumbre con la que te dejas arrastrar hasta el recinto; el odio con que te procesan; la mala suerte de haber caído en un momento en el que las tensiones con los enemigos imperialistas alcanzaban unos de sus clímax semanales. Las pruebas no faltarán y ─la información es un derecho del pueblo─ oportunamente serán publicadas en el heroico órgano de la revolución, el periódico Abuelita. Diversionismo ideológico manifestado en una melena demasiado larga. Le gusta el rock and roll, esa música de maricones. Jamás ha ido a un obligatorio trabajo voluntario y, lo peor de todo, es un agente de la CIA. Aquí las cosas empiezan a complicarse. La gente de tu barrio te conoce. Saben que eres joven y rebelde (hasta no hace mucho era una VIRTUD serlo); que, ¡oh horror de los horrores!, prefieres perseguir muchachas y hacerles dulcemente el amor antes que machetear cañaverales bajo un sol de muerte, acariciado por el mucuna pruriens, mejor conocido como pica-pica; que Los Beatles, que los Rolling Stones… Pero en eso de la CIA sí fuiste demasiado lejos. Esa gente envenena vacas y Círculos Infantiles con idéntica saña. Y ejecuta atentados de viento contra el Gran Líder. Tú, ni corto ni perezoso, desde la celda llamaste a tu abogado que en unas pocas gestiones resolvió el S 12 malentendido. El periódico Abuelita aceptó tu Derecho a Réplica donde demostrabas que no eres de la CIA ni un carajo; que tu melena había desaparecido milagrosamente de la noche a la mañana, y que tus discos y revistas no son un obstáculo. No problem. A casa. Pero no. Un momentico ahí, compañero. Si la Revolución dice que eres de la CIA, lo eres. ¿Abogado? Je je. ¿Derecho a Réplica? Je je je. Ahora vas en un camión con este friíto bueno para estar en la cama, bien arropado y cerca de otro cuerpo. De otro cuerpo vivo.

II La escena preliminar es ficción histórica. Situaciones similares hubo a saco en esa fábrica de los horrores que fue el estalinismo soviético. Las hubo a espuertas en la China de Mao. Franco, Trujillo y Pinochet también fusilaron por poco. Pol Pot se merece un altar en el infierno. Y en Cuba, la Deseada, la Perla del Caribe, el Delicioso Edén, se jaló del gatillo con un fervor más que pernicioso. Se fusiló a chivatos (ojalá nunca se vuelva a hacer, de lo contrario…); se fusiló a asesinos; se fusiló a bellacos por QUERER ROBAR UNA GABARRA en la que sobresalían dos o tres súbditas europeas; se fusiló. Y supongo que en la locura inicial no faltaron los traspapeleos. El vulgar ladronzuelo termina en la celda de los apestados políticos. El revendedor, como Enemigo del Pueblo. El resto, otra vez, es fácil de imaginar. Como también lo es que jamás se pedirán disculpas, ni se ofrecerán reparaciones. La Revolución nunca se equivoca, compañeros. Nunca. Ay.

III Es vetusto el tema de la simpatía erótica que provocan las dictaduras (y los dictadores). Sus acólitos se cuentan por millonadas y de todas las procedencias sociales. Mientras esto exista ─y siempre existirá─ las dictaduras (y los dictadores), reptando de un país a otro, de un siglo y de un nombre a otros, existirán.

IV La obra de Rafael Vilches Proenza trata de este tema. Y lo hace en un tiempo en que la opresión que vive el pueblo cubano goza, AÚN, de cariños enormes. Los tontos del espacio exterior ven a Cuba como el paraíso sexual, esas mulatas de rostros achinados y caderas y pubis 13 suculentos que te ponen a gozar a ritmo de mambo ─y es cierto que lo hacen, si pagas─. ¿Hay dificultades económicas? ¿Nadie quiere trabajar? ¿Casi todo el mundo roba y, si puede, se prostituye? ¿El alcoholismo a borbotones? Claro que es así, compañeros, pero cómo no va a ser, si el poderoso enemigo del norte nos tiene asfixiados con un cruento bloqueo, bla bla bla. Y no nos damos cuenta del viejo asunto de la política exterior, Roma versus Cartago, la culpa es del otro. Somos brutos y no hemos leído a Orwell, Foucault, Solzhenitsyn. Somos brutos y tenemos miedo. Y los tontos del espacio exterior, los que se tatúan determinados líderes en sus hombros o putean a cubanos que simplemente no desean ser comunistas (lo han sufrido; o lo hacen por dinero; o son segurosos: es su problema y de ningún modo un crimen) no han reparado en un punto de la realidad cubana, este vergel de la igualdad: cómo viven Los Jefes y cómo NO VIVIMOS los que no somos ni seremos jefes. Cómo son las casas y los carros (y hasta las mascotas) de Los Jefes. Qué comidas comen y con qué mulatas de rostros achinados y caderas y pubis de ensueño se enredan Los Jefes. Mientras uno pierde su vida en la cola del arroz. Y remienda los zapatos a medianoche para ir a un trabajo en el que te pagan (eres licenciado, que conste) veinte dólares al mes. Uno, al que le importan un carajo el poderoso enemigo del norte y el hombre nuevo y piensa que no estaría nada mal chocar la bola con una de esas mulatas a las que no les gusta la poesía y sí las langostas y demás y demás. Ellas saben. Y tener derecho a abogados y derecho a réplica. Tener derechos. Si los norteamericanos carecen de ellos, si se matan entre sí o lo que sea, no debe ser difícil imaginar que es problema de los norteamericanos. Los tontos del espacio exterior no saben el asco que da la misma retórica día tras día durante décadas, los emplazamientos, el tira-tira, y enterarse fidedignamente de la cantidad de negocios que existen entre Roma y Cartago. Las toneladas y toneladas métricas made in de todas partes que arriban pero que no alivian. Y que entrarían más si, después de tomar el chocolate, se pagara lo que se debe. Uno, que es bruto y no conoce el significado del término bloqueo. Para no hablar de aquellas avalanchas vomitivas que fueron ciertas movilizaciones para gastar galaxias de dinero en logística, agitando banderitas y agotando canecas. Porque somos apolíneos y no dionisíacos. Pero Los Jefes tampoco han leído y, hay que decirlo, son más brutos que nosotros. Y, también hay que decirlo, tienen más miedo que nosotros. (De paso, negra, alcánzame otra langostica, si total).

V Inquisición roja de Rafael Vilches Proenza trata de estos temas. Algunos dirán que es falsa. Que las Unidades Militares de Apoyo a la Producción jamás existieron. O que sí, pero que solo eran campamentos de reeducación donde, mediante el trabajo, se reinsertaba a las personas confundidas (sin su permiso) en una sociedad con normas nuevas. Eso de creer en un Dios decadente o que te gusten entes de tu mismo sexo o el rock and roll (esa música de maricones) no va con nosotros. Pero un dolor así no se inventa, créanme. No somos los tontos del espacio exterior y no hay quien nos venga con cuentecitos. No se los aceptamos a la mafia anticubana de Miami, pero tampoco (y mucho menos) a la mafia anticubana de La Habana que, como saben o sabemos algunos lúcidos del espacio interior, que sí leen, leemos, es más cruel, traidora e hija de la grandísima P… que la primera.

VI Los tontos del espacio exterior también simpatizan con Corea del Norte. Y niegan que las FARC-EP fueran narcoguerrillas. Es decir, niegan lo que las mismas narcoguerrillas han aceptado. Esa es la característica fundamental del ciego que no quiere ver. Así son las mujeres abusadas por sus hombres ─y entre más grande es la tunda, más intensa es la noche de reconciliación. Así hasta el desenlace final, fatal─. Dicen que la risa es prerrogativa del ser humano. La tristeza también debía serlo. Vistas las cosas de este modo, el ser humano es más merecedor de la tristeza que de la felicidad. Y, me da mucha pena, compañeros, pero se acabó el arroz. Vuelva mañana.

VII Aunque de fácil lectura, transitar las páginas de una novela como esta se vuelve un asunto arduo. Caminas con dolor sobre el dolor de cuerpos inútilmente segados por esa otra guerra, esa estúpida e infantiloide borrachera de poder que comenzó para nosotros (que comenzamos a sufrir nosotros) en enero de 1959. Los personajes, levantados de sus rutinas a mitad de la noche, procuran sostenerse mediante una esperanza que saben inútil, pero que del mismo modo se 15 niega a abandonarlos. Sus hambres anhelan con idéntica intensidad un cuerpo para amar que un trozo de músculo para sustentarse. Se burlan de todo y de ellos mismos. Y de paso nos cuentan una historia que hoy asusta a los mismos que la escribieron a punta de fusil. ¿Por qué Stalin fue peor que Hitler? Pues porque mientras fundamentalmente el malo de Hitler acabó con extranjeros, el bueno de Stalin fundamentalmente lo hizo con compatriotas suyos. No es difícil de entender. No sea bruto, compañero. Lea. VIII No sé qué extraño mecanismo ocurre con los historiadores, quienes terminan indigestándose con la historia. Las partes más ricas, el puro mineral, se ignora o funde con ligereza, en tanto la escoria (Los Jefes, metiéndose entre pecho y espalda una Heineken y una langosta más, sentirán melancolía por esta palabra) se vuelve el meollo del asunto. Es aquí donde el poeta aristotélico surge. Tal vez no sabe la metodología del pie de página, o la estéril acomodación de los anexos, pero a su alma le es posible metabolizar todo un milenio, con sus complejidades, injusticias y su consabido alud de mierda, en una estrofa, un párrafo, una novela. Lo que se narra aquí no ocurrió hace mucho. Cincuenta o sesenta años, se sabe, no son nada frente a la historiografía. Y por otro lado sí que cuentan en la piel del prófugo, del condenado, inocente o no. En la madre trabajadora que cocina con leña verde. En el interior de la joven prostituta de quien todos dicen que huele bien, excepto ella misma. El guajiro que cedió su fértil tierra para que se llenara de espinos. Esta es la novela del dolor. De las esperanzas perdidas y las grandes esperanzas. De un pueblo alegre al que no le han enseñado más que a odiar. De gente semejante a palomas salvajes y a las que se les ha rodeado con un muro, una alambrada. Lea esta novela y sea otro, otra. Si es un tonto del espacio exterior, deje de serlo. No sea yanqui, pero tampoco se deje engañar por las banderitas en un cielo que sigue siendo hermoso, pero en el que cada vez hay menos palomas y bajo el cual sigue habiendo demasiados, DEMASIADOS muros.

José Alberto Velázquez

 

PRÓLOGO

1964

Hasta entonces no eran conscientes de haberse visto en el campus universitario. Ella venía con el cabello suelto y los libros aferrados al pecho, el aire la empujaba escalinata abajo, como si volara sobre los peldaños, al amparo de la imponente Alma Mater. Él subía despacio, al verla, un sentimiento desconocido se adueñó de su corazón que, de inmediato, empezó a latir con fuerza inesperada. Ella lo miró al pasar, dejándole un albor de esperanza. Hernán no la conocía. Torció el rumbo y la siguió hasta el final de la escalinata. Ella intuyó que era perseguida y volteándose, reaccionó. Sus ojos volvieron a encontrarse.

─Disculpa, ¿me estás siguiendo o son ideas mías?

─No…, no es eso…, bueno sí…, este, discúlpame… pero, ¿podrías decirme tu nombre, al menos?

Parado frente a ella, como un pistolero del Oeste dispuesto a hacer fuego con sus dos pistolas, le temblaban las piernas, como quien aprieta el gatillo bum, bum y dispara dos balas calientes al pecho de un encarnizado enemigo.

Ambos se asustaron al oír el timbre nervioso de sus voces, se miraron un instante, confundidos, hasta que él se desentumeció y, como un resorte, escuchó su pregunta. Tenía que hablar y salir de su estado de indecisión, antes de que ella se escapara como un fantasma.

─Sí. ¿Cuál es tu nombre?

─¿Qué?

─Tu nombre.

─Olivia y disculpa, tengo que irme… ¿Te conozco?

─No creo. Soy Hernán.

─Por favor, me voy a casa y necesito hacerlo sola. Fue un gusto conocerte. Adiós.

─¿Puedo volver a verte? Hablaban como si estuviesen solos en el primer peldaño del mundo. ─No lo sé.

─¿No lo sabes o no quieres saberlo?

─Lo siento, adiós.

─¿Podemos dar un paseo por el Malecón? El sol de la tarde los acariciaba.

─No, tengo que estudiar ─dijo ella.

─Puedo sentir tu olor, ¿sabes?

─¿Si? Estoy sudada, disculpa, hoy he tenido un día perro, con miles de horas clases insoportables, con profesores igual de insoportables, y ahora mismo, me está martillando un horrible dolor de cabeza.

─No lo decía por eso, hueles como a jazmín y mi corazón me está ardiendo más que la suela de un tenis.

─¿Qué es eso?, ¿te burlas de mí? Ahora sé que el sudor es perfume de flores.

─No me burlo, te lo juro por lo más sagrado. Y para zanjar cualquier duda, te invito a tomar helado en Coppelia.

─Quizás mañana.

─Pues al cine. Dime a cuál quieres que te lleve y nos vamos volando.

─¿En qué? ¿En una escoba?

─En lo que tú digas.

─Gracias, pero hoy no puedo. ¿Eres brujo?

─Por ti soy lo que quieras que sea, brujo, hechicero, cualquier cosa. Te llevo en una escoba de propulsión a chorro a la luna lunera cascabelera, si quieres. Los dos sonrieron y se miraron con intensidad.

─Oye, vas demasiado rápido, pero no dejo de reconocer que eres muy simpático. No te niego que me gustaría mirar la tierra desde la luna, 19 pero mañana en la mañana, aunque no lo creas, tengo un examen aterrador.

─Anda, déjame acompañarte hasta tu casa o quédate conmigo hasta la hora de comida, ¿sí? O sentémonos aquí mismo a contemplar la tarde, acompáñame a ver el sol zambullirse en el horizonte. Dale, chica. Vamos hasta el malecón y sentémonos a tirar piedrecitas, o a echar los pétalos de la flor de nuestra fortuna, de tu sí o tu no, y que la corriente se encargue de arrastrar tu corazón de ola en ola hacia el mío. No seas mala, anda, ven conmigo. No te hagas de rogar.

Le hablaba sin importarle la gente que pasaba cerca, compañeros de estudio, y personal docente, él estaba demasiado absorto en lograr su conquista, el resto del universo no existía.

─No me hago de rogar, hablas muy lindo, pero no sigas insistiendo.

─Si quieres podemos ir juntos a la Biblioteca Nacional. Al parque de diversiones. Al zoológico. Al Parque Central. A donde tú quieras. ¿Qué te parece?

Ella se echó a reír.

─Estupendo, todo eso está muy bien, pero no, hoy no puede ser. Si desapruebo, mis padres me matan.

─Entonces, ¿cuándo?

Aquellos grupitos que estudiaban, los que se entretenían jugando Monopolio, los que leían en silencio, los que, como tórtolos, estaban perdidos en sus besos apasionados, sentados en los escalones como si contemplaran pasar bajo sus pies las aguas de un río, hacían barquitos de papel de sus cuadernos y fingían que se los lleva la corriente, arrastrándolos hasta el mar, el mismo mar que a esta hora lanzaba sus olas contra el muro del malecón.

Él sabía que no podía perder esa oportunidad, no podía dejarla escapar.

─Ya te dije, tal vez mañana. Si te fijas bien verás que estoy muy cansada.

El bullicio de un grupo de estudiantes que venía bajando no lo desconcentró de su propósito.

─¿Me prometes que nos veremos mañana? ¿Dónde vives?

No podía seguir oyéndolo, porque si lo hacía iba a caer en su trampa, poco le faltaba para dejarse convencer.

─No te apresures, tómatelo con calma que somos jóvenes y tenemos una vida por delante, qué nos puede impedir encontrarnos, podemos hacer lo que queramos, hasta viajar a la luna si nos lo proponemos. Hasta pronto, que ya se me hizo tarde. Hernán, te veo mañana, a esta misma hora y aquí mismo, en el primer escalón. Gracias por hacerme reír. Mañana será un nuevo día. Chao.

─¡Olivia!

El nombre salió como un lamento, y sintiéndose estúpido, nervioso, ilusionado, tieso como una señal de tránsito en las vías de la ciudad, la vio alejarse, voltear de repente, sonreírle y perderse tras la esquina.

 

ÚLTIMA ESTANCIA

1971

Somos un producto.

Una cosa.

La mierda misma.

Olivia, no puedo describírtelo. Estoy perdido. Es curioso que el corazón brinque de alegría cada vez que te pienso. No me lo explico. Visualizo tu cara y vienen sobresaltos, impulsos, taquicardia. Si pudiera saltaría por encima del muro, me echaría a volar para ir a tu encuentro. Cierro los ojos y adentro estás tú con las olas de fondo golpeando el malecón, el sonido de tu risa inundándolo todo. Pero al mirar en presente, o en futuro, la luz se hace cenizas. ¿No te veré más?, Olivia, ¿cuánto tiempo ha transcurrido?, ¿seis años?, ¿siete? Quizás nueve entre esta multitud, en este mausoleo atestado de fantasmas. ¿Cuándo será que volvamos a caminar de la mano por esas puñeteras calles habaneras? Olivia, las olas golpean fuerte contra el malecón; gaviotas y pelícanos se zambullen decididos tras los peces y nos ignoran, el viento te revuelve el cabello, yo, mientras te beso te los acomodo detrás de las orejas, tú me los sacas de los ojos, y al unísono me susurras zafándote de los labios, un, Hernán, te amo, amor mío. Sonríes y te los recoges en una cebolla. Los rayos del sol vienen desde el horizonte a retozar en tu cara y hacen refulgir tu sonrisa. Su brillo intenso hace que la sombra de tu cuerpo caiga y se desparrame con gracia a todo lo ancho de la acera (por donde merodean innumerables vendedores ambulantes, con su jerga cotidiana anunciando mercancías y precios, en bandejas, cajones y carretillas. Corren sofocados, muchachas y muchachos, para conservar la juventud), las sombras se prolongan hasta la avenida, por encima de las cabezas pasan neumáticos veloces. Cristo desde el otro lado de la bahía, en lo alto, nos cuida y aun no nos anuncia las ocho de la mañana. Una fina llovizna provocada por el ímpetu del oleaje nos sorprende. Los botes se bambolean en el agua. Más allá ocasionales pescadores sentados en el muro lanzan sus anzuelos, los veo hundirse con las carnadas cerca de los pájaros que les hacen la competencia. Cruza una señora llevando su mascota atada a una correa. Tú vuelves a besarme, yo observo el reflejo del sol en el agua, rebota y se clava en tus pupilas. Las otras gentes, hombres y mujeres, dan zancadas de locos, ya se les hizo tarde para entrar a tiempo al trabajo, o a donde se dirijan; Olivia, nosotros hoy no tenemos otra cosa que hacer. En la reminiscencia se escucha una voz ronca y desagradable, voz de mando. Hace frío, pero a ellos eso no les preocupa.

─¡Firme! ─nos ordena el militar.

Permanecemos de pie frente al muro rectangular. El muro se alza imponente ante nuestro espanto, frontera que nos limita los ojos y los deseos, nos retiene en la desgracia, coto cerrado, grillete que impide dar los pasos necesarios para abandonar el recinto. Los soldados vigilan nuestros gestos estúpidos, pero por encima de la tapia hay una nube, un suspiro, un minúsculo albor, en alguna parte hay gente trabajando bajo el sol, cantan, pastorean su rebaño, miran pastar su caballo, su vaquita, en casa esperan las mujeres, laboran todo el día, al final de la tarde la cena huele a kilómetros del hogar, cuando la noche aflora la familia ocupa su lugar en la mesa, comparten las vivencias del día, en algún momento los embarga el cansancio, o el deseo de amarse, y sin proponérselo, son felices. Pero eso, si es cierto, ha de ser lejos, muy lejos de esta isla.

La luz del otro lado no salta la fortaleza de piedra para darnos alcance y calentarnos cuerpo y huesos, rayos que no se ven, si acaso nos llegan son unos destellos de dudosa claridad. Estamos en la formación para el conteo, y el suministro de los últimos fármacos del día antes de encerrarnos en las celdas para dormir.

Llueve, a nadie le importa que se nos sigan infectando las ulceraciones. Militares y personal médico llevan capas y botas de goma. Ellos y el muro se ven borrosos a causa de la lluvia. Las palomas prisioneras en los palomares aletean. Ellas, como nosotros, tienen frío. Nadie del otro lado sabe de nuestra existencia.

─Hernán, ¿cuál es nuestra culpa? ─me pregunta Horacio.

─Una sola.

─¿Cuál?

─Permanecer con vida─ le respondo.

Miro en derredor, solo veo muñones, cicatrices, llagas supurando. El agua corre, escapa por los agujeros del desagüe, se fuga dejándonos atrás.

 

2

los Testigos de Jehová no los dejan tranquilos. Se revuelcan en la cal y la gravilla regada en el patio, se escucha el ruido que hacen los cuerpos al dar con el suelo. Los guardias les restriegan puñados de ají picante con sal en la cara, no chillan, ni siquiera cuando las tablas con clavos hincan sus espaldas, solo se escuchan bufidos de resignación o de firmeza.

Los oficiales gozan. Hacen un bulto de revistas religiosas. Las llamas centellean por encima de sus cabezas, suben, despiden un humo grisáceo que se une a los nubarrones que quedaron sobre el techo del manicomio después del aguacero. Los ojos se les achican de placer ante la persistencia de los creyentes que, en medio del dolor, se aferran a su único Rey, Jehová de los Ejércitos, pero el jefe no les perdona tener otro Dios, menos ese que los ayuda a soportar tanto.

─Así que Jehová con ejércitos y todo… ─dice el militar agarrando por el cuello al más viejo de la congregación─. Vamos a ver si ese Jehová tiene cojones pa salvarlos.

Lanza al viejo, como un bulto, contra las plantas maltrechas de la entrada, da contra la plancha metálica que sirve de puerta.

Vuelve la lluvia. Primero son unos recios goterones seguidos de una lluvia feroz que golpea a prisioneros y militares por igual. El viejo intenta levantarse, pero la culata de un fusil lo desmaya. Ha comenzado a sangrar por la frente, echa espuma por la boca, el aguacero se encarga de borrarla. Muerto el perro se acabó la rabia, dice el combatiente y con una patada lo devuelve a la vida, se tambalea como un tentempié, un sonámbulo que no encuentra el equilibrio, la cara es un charco rojo, se confunde con la lluvia y no le permite ver al pelotón de fusilamiento alinearse enfrente, a sus hermanos de fe correr a su lado para compartir su suerte.

─Bajen las armas ─ordenó el militar─. Todavía están a tiempo de renunciar a su fe y convertirse en el Hombre Nuevo. Puede que, como premio, vayan al África a liberarla del apartheid y nos ayuden a saldar una deuda con la humanidad, piénsenlo.

Los creyentes no responden y cargan con el herido, como si el dolor no hiciera mella en sus carnes, como si en vez de salir del martirio, se marchasen repletos de paz.

Los soldados, ahora con las armas bajas, tiemblan, pero no de frío ni dolor como los religiosos, sino de rabia e impotencia. Los miran indecisos.

Pasan a su lado, se alejan. No podían entender a esos creyentes. Están locos, dice uno y apunta con el arma al molote bajo la lluvia torrencial.

─¿Cómo hacen para estar tan tranquilos? ─pregunta otro apartándole el cañón del arma a su compañero.

Se hizo un silencio pesado. El agua no logra ahogarnos el martirio y permanecemos formados y expectantes. Las palomas aletean con fuerza en los palomares. Temblamos, presas de frío en los pijamas a rayas empapados, destilando junto con el agua de la lluvia, rabia y espanto.

Un tren retumba y en los raíles rechinan las ruedas, da un largo pitazo y se aleja. Después que el estrépito desaparece, creo que está solo en la memoria. Su presencia se anula y nos deja atrás con nuestras horas de condena.

Cuando los testigos desaparecen en sus respectivas celdas, los soldados vuelven a contarnos uno por uno antes de encerrarnos también, como a reses, hasta la mañana siguiente.

 

3

Por encima del muro se divisan las copas de los árboles que rodean el lugar. Alguien dice, más allá de esa arboleda está el ferrocarril.

Desde esas mismas vías a los sobrevivientes del desastre nos bajaron de un tren y nos hicieron caminar hasta acá por un camino descarnado por las lluvias, parecíamos una turba de hormigas moribundas dando traspiés en aquel suelo carcomido bajo un sol que aullaba en la espalda. Un camino rocoso donde pululaba la piedra viva y cascajos de diente de perro haciendo la marcha cruel y lenta.

He envejecido.

Los buitres y las auras tiñosas cuando abandonan el perímetro resguardado por el muro es para aproximarse al sol que reverbera en lo alto y se les ve volar en libertad.

Cuando nos encierran cae la noche y seguimos con el mismo sonsonete.

Me duele la vejiga. Cuento ochenta veces cien deseando que amanezca y nos saquen al patio para poder evacuar. Necesito calmarme. Somos muchos. Si no viene el sueño, damos vueltas a las mismas historias en medio de la oscuridad.

Irrumpe una voz gangosa que sobresale por encima de las historias y los sonidos que no dejan de entrar por los barrotes.

─Qué deseos tengo de tomar café, ¡coño!

─Yo de cagar ─vocifera otro con voz rajada. Respiro su aroma, el del café recién colado, y un vaho caliente me baja por la garganta, y desecho la peste a mierda del peo, o del tipo que se acaba de hacer encima.

─¿Alguien tiene una bolita del mundo?

─Nooo ─le responden a coro.

¿A quién se le ocurre que podamos tener algo así?

─¿Un mapamundi entonces? ─vuelve el desquiciado.

La voz ahora suena a la de las dos hurracas de los muñe.

─Mundi era mi vecino ─interviene la Morlotys─, estaba loco de veras. Su locura consistía en hablar mal del sistema en el parque de los viejos, pero de ahí no pasaba, tampoco era un peligro. Creo que una vez tuvo una hija, dos, no sé. Pero nunca lo internaron. Hay locos con suerte. ¿Para qué éste querría una bolita del mundo, un mapamundi? Quién sabe. Están enfermos. Me concentro en las casetas sobre el muro, no los escucho, me asfixia oírlos. Pero si me miran dejo los ojos fijos en los de ellos, aunque no los vea, como un búho, para que no se enfaden. No saben que estoy pensándote, Olivia, en la escalinata de la Universidad después de haber mirado la mar. Cuando te pienso, el camastro es un campo de margaritas. La luna revolotea en tu recuerdo. Ellos y yo estamos condenados a morir, tú no. Nos han desahuciado. Solo deseo que la noche vuele, se escuche el chirrido del cerrojo y se abra esa reja.

 

4

─Sinesio era de Manicaragua. Gallero ─le oí decir─. El tipo era tremenda gente. Todo el mundo lo decía.

─Cuando se alzó, los milicianos lo persiguieron como perros rabiosos, por miedo a que fuera a congregar tantos alzados como para conformar un ejército, y lo agarraron enseguidita.

Pareciera que esta gente no tuviera fin con sus historias, y no paraban la lengua dándole vueltas a los mismos sucesos. Y nadie se duerme alrededor de los parlanchines. Aunque algunos preferirían que hablaran de relajo, no de política.

─Esos descarados prometían perdonar a los que se entregaran, que, si acaso, solo tendrían unos añitos de prisión y ya, pero todo eso fue mentira.

─Yo no lo vi, pero dicen que el día que lo atraparon, sacó la cabeza por la lona de la cama del carro donde lo llevaban y gritó: Me llevan a La Campana a fusilarme, a La Campana, oigan, díganselo a los viejos que los quiero y que no tengo miedo. ¿Me oyen? No les tengo miedo.

─Clase tipo fusilaron…

Imagino la cantidad de gente que habrá enterrada por esas montañas.

─Eso no es na, a un muchachito que no llegaba ni a los catorce lo cogieron y lo acusaron de colaborar con Sinesio y sus alzados y se fue del aire. Ahora la madre anda como loca buscándolo por aquellas lomas.

Olivia, ¿acaso me extrañas y tú y mi familia me están buscando?

Los milicianos nos miran.

Oyen los cuentos.

Se ríen encantados como si fuera lo más normal.

Carniceros de mierda.

─Oiga, se lo digo yo, este país dejó de tener arreglo en el cincuenta y nueve.

Cada cual tiene su historia escondía.

─Los que vivían en fincas se jodieron. Se los llevaron en contra de su voluntad, los pusieron a vivir en barracones, a trabajar a sol y sereno, les prometieron que si cumplían con la emulación socialista se les permitiría ver a su familia, vaya mierda de promesa. Cínicos. Perros rastreadores. Y ahora miren, nos salvamos del desastre para qué, para estar aquí como bestias.

¿Acaso tú me esperas, Olivia?

─Si por su culpa los americanos vienen y nos atacan, antes de que lleguen y nos despinguen to, volamos esta mierda y morimos todos. Hasta tú ─amenaza el guardia señalando a Horacio que era uno de los que contaba sus historias, y a nosotros que oíamos, con el mismo dedo nos encerró en un círculo─. No se hagan ilusiones. Ninguno de ustedes sale vivo de aquí, ¡eso se lo prometo!

 

5

─¿Es verdad que ustedes son espías de los americanos?

─No ─dijo.

El enclenque interpelado negó mirándolo a través de los gruesos cristales de sus espejuelos, mientras acariciaba los pocos pelos que aún no se le habían caído. El que interrogaba se quedó observándolo con cara de duda, esa respuesta no lo iba hacer cambiar de opinión.

─¡Qué vamos a ser espías! Esas son calumnias para desprestigiarnos y que nadie crea en las buenas nuevas del Reino de Jehová, nuestro Dios. La Biblia advierte, quien piense que está en pie, cuídese de no caer. El temor al hombre es un lazo al cuello. Nosotros solo tememos a Jehová.

El interrogador se rascó la cabeza antes de volver a indagar.

─Entonces ustedes son como nosotros, nos alzamos en el Escambray en el 60, contra los comunistas y nos dieron caza como a animales, a unos pocos nos perdonaron por no tener pruebas para condenarnos a muerte, y pasamos a ser proscritos, pero no me pudieron sacar un solo dato, un nombre, nada, a pesar de las torturas no chivatié a ningún compañero.

─Parecido, no lo creo, lo de ustedes es por causa de los hombres, a nosotros nos castigan por amar a Jehová. Son dos cosas muy distintas.

─¿Ustedes no sienten dolor cuando casi los matan?

─Jehová nos da fuerza y valor. Él nos consuela. Como buen Padre, nos da apoyo y fortaleza. Sus ojos están por toda la tierra.

─¿Cómo sabes que es Jehová?

─Lo dicen las Sagradas Escrituras.

─Ah… ¿Y qué tendría que hacer para que me consideres hermano?

─Servir a Jehová Dios, aprender y comprender sus enseñanzas.

─¿Sí?

─Sí.

─Ya está. Dalo por hecho, ¿cuándo comenzamos?

─Ya hemos comenzado…

Dijo y detuvo su enseñanza.

El alumno se le quedó mirando antes de interrogar perplejo:

─¿Sí?

─Sí. Ya comenzamos.

─Gracias por abrir mis ojos ─dijo el joven alejándose.

─Soy yo quien da gracias a Dios por permitirme dar las buenas nuevas en este lugar, de lo contrario hubiera perdido la oportunidad de trasmitírtelas.

─Los oficiales no permiten que se predique ─Horacio se acercó al religioso─, dice que es subversivo, sublevación ideológica, contrarrevolución…

Un oficial se les acerca y, amasándose los testículos, camina alrededor de los dos y el cristiano detuvo el conversatorio.

─Así que alumno y maestro, ¿eh? ─dijo agarrando por el cuello al religioso─. Estabas predicando, ¿no? ¡Habla!

El cristiano, rojo por el apretón, no puede emitir sonido, las venas de la frente se le querían romper. El militar lo soltó con un empujón y se dirigió a Horacio que había intentado auxiliar al compañero.

─¡Déjelo!

─Tu nombre ─exige.

─¿Yo? Horacio. ¿Y usted?

─Aquí el que pregunta soy yo ─escandaliza y ordena─. ¡Amárrenlos!, a ver cómo cojones se van a comer la comida, que se mueran de hambre. Si los vuelvo a ver dando o recibiendo clasecitas religiosas voy a matar hasta a Jehová si se me pone delante. Vamos a ver quién se convence primero, si ustedes o nosotros. ¡Vengan!

Gritó a un grupo de soldados que, a lo lejos, esperaban órdenes.

─Regístrenlos a todos ─dijo el oficial señalando al grupo de religiosos que pernoctaba junto a los árboles.

Van hacia ellos, los golpean obligándolos a bajarse los pantalones. Abren sus nalgas en busca de alguna publicación, un folleto, pero solo encuentran bichos y churre. ¡Nada!, grita uno. Los creyentes, a modo de susurro, entonan un himno de alabanza, ¡silencio, cojones!, el oficial levanta el arma y le mete un tiro a uno al azar.

Un silencio profundo se adueña de los edificios.

Otro disparo derriba un segundo cuerpo, y al cuerpo inerte no se le vio hacer ni un solo estertor; estos tenían tarjeta de vencimiento, dijo el militar contemplando los sesos y la sangre, en el suelo.

El ruido de un helicóptero es como un latigazo que se traga las palabras del oficial y los enfermos que han estado observando el espectáculo sangriento agrupados tras los barrotes de todas las ventanas miran al helicóptero descender frente al sanatorio. Después de transcurridos unos minutos se abre el portón y entra un grupo de soldados acompañados de enfermeras erizadas en medio de la ventolera.

 

6

─Sabes? ─inquirió Hernán a media voz.

Quedó en espera de una reacción.

Ismael estaba de pie agarrándose a los barrotes.

Cuando Hernán hizo silencio Ismael escuchó el soplido del viento golpearle el rostro, lo sintió colándose por la ventana dentro de la celda con la bruma de afuera, olía al paisaje roto que nace de la oscuridad. Acaso sean las doce o las dos de la madrugada. Nunca imaginó un ahora así, atrapado bajo el cielo de la patria, las tripas le sonaron como una orquesta de saxofones, entonces fue que pensó en la comida raquítica que le habían servido esta noche antes de suministrarles la píldora tranquilizante e inyectar a los violentos (fármacos que, gracias a Dios, ya no surten ningún efecto), y encerrarlos hasta por la mañana, pan duro, sopa clara, sin sustancia ninguna, ni una sola pizca de sal, y agua.

Irrita cuando los desquiciados chillan en las celdas contiguas, con registro potente, como si los hubiesen entrenado.

─¿Qué? ─se interesó Ismael.

─Dios hace sus triquiñuelas.

El tono no es agresivo, pero si burlón. No le prestan atención.

─No entiendo. ¿No sé qué tiene que ver Dios con lo que nos está pasando? ─y de veras no entendía, no podía saber de qué triquiñuelas le podía estar hablando el otro a estas alturas de la contienda. Se había imaginado para él un porvenir brillante militando en las filas del ejército, no la ironía con que lo trataba este presente ruin. Cuando no les basta con gritar, arremeten a cabezazos contra las rejas de las puertas. A los otros no les queda más que, desentenderse y compadecerlos.

Se respira el olor a merienda.

Nos ignora tantas veces que ya nos pasó la cuenta de por vida ─le asegura Hernán y hace un intento por acomodarse en su silla.

─¿Por qué lo dices?

─Nos dio una patada por el mismísimo sieso. De nada nos valdrá ponernos a mirar al cielo, pedir perdón, arrodillarnos a implorarle clemencia.

─¿No?

─¡No!

─¿Por qué no?

─Ya es tarde… ─lo mira e intenta mover las ruedas, pero los camastros le impiden moverse con libertad─. Ah, no entiendes nada…

Ismael se había acomodado de espaldas a la ventana, estaba enfurruñado, claro que entendía, pero qué iba a ganar con entrar en una tonta discusión con el otro.

Desde el patio entra un olor a ratón muerto.

Los pacientes en la celda, como hormigas, no parecen tener paciencia.

─¿Cuando abran la celda me vas a dar un paseo por el patio?

Ismael le dio la espalda y siguió ensimismado por los barrotes, los ojos los tenía prendidos al muro en la densa oscuridad cuando los conos de luz de los reflectores se iban a iluminar otras zonas del sanatorio.

Cuenta los minutos que faltan para que abran las celdas y por fin salir disparado al patio a respirar otro aire. Se siente como si sus seres queridos ya le hubieran lanzado el ultimo puñado de tierra sobre la tapa del féretro. Desearía escuchar que al bendecirlo después de la despedida de duelo dijesen: Que en Paz Descanses. Sentir al echar la palada final en la tumba, que se desate un aguacero y comience por dejar limpio el camposanto, luego la vida de los dolientes.

Hernán insiste.

─Ismael, ¿me ayudas? ─al hacerle la pregunta Hernán mueve con insistencia la silla hacia adelante y atrás con gestos ansiosos logrando que las ruedas rechinen para llamar la atención de Ismael que no quiere darse por enterado.

Horacio se aproxima para escuchar la conversación y lo sigue una pequeña comitiva, locos y cuerdos.

─Mejor no, Hernán ─dice Ismael que está ido, no repara en las inmensas manchas de humedad que recorren las paredes desnudas como si fuesen manchas opacas de una gran hoguera que no se va a extinguir.

─Les voy hacer una historia ─promete Horacio.

Ismael y Hernán lo miran. Los demás se acomodan, unos en el piso, otros sobre los camastros. Hernán permanece en su silla junto a la ventana, ve el rostro de Olivia sonriéndole en la distancia. No le preocupa el ruido que hacen las botas rusas de los centinelas al pasar en sus rondas por debajo de la ventana.

─Por si ni lo sabían, los vencedores bajaron de la Sierra Maestra barbudos como el Mesías, apestosos, triunfantes; habían acabado con los crímenes y desmanes del sanguinario Batista y sus secuaces ─dijo Horacio con voz pausada y baja, para que todos en derredor entendieran sus palabras─, comenzaban a gobernar un país nuevo, su socialismo parecía alucinante, los sueños de igualdad me tenían convencido de pies a cabeza, encandilado, era la solución perfecta para comenzar a ser feliz lejos del resto del mundo, de los norteamericanos, a quienes en un abrir y cerrar de ojos nos echamos de enemigos. Algo inédito acababa de suceder en las tierras del Caribe, tremenda ilusión que nos hacía, una paja mental, campesinos y obreros íbamos a gobernar un país completo de San Antonio a Maisí, era una soberanía nueva, insólita, la dictadura del proletariado.

─¿Creen que llueva hoy?

─Qué lluvia ni qué na. Cállate y oye.

─Sin pensármelo dos veces me pasé a la oposición y comencé a prestar ayuda a quienes subían y se alzaban en las lomas del Escambray.

─¿Escambray? ─indagó alguien desde la esquina.

─¿Creen que llueva hoy?

─¿Queda lejos eso?

─Lejísimo.

─¿Quién tiene una bolita del mundo?

─Quién sabe.

─¿Tienes una bolita del mundo?

─Sí, muy lejos, por allá, por el Centro de la Isla ─dijo y apuntó con un dedo más allá de la pared, como si quisiera con ese simple gesto, derribar el muro que los confinaba.

─La naturaleza está loca.

─¿Alguien dijo loca? ¿Quién me llamó?

─¿Qué?

─¿Quién tiene una bolita del mundo? ─gritó con insistencia el desquiciado.

─Qué bolita, ni que bolita, ¿estás loco?

─Óyeme, que aquí la loca soy yo y las que quedan de mis Yeguas del Apocalipsis.

─Oye, tú, aquí nadie dijo loca, siempre tienes la mariconería a punto de almíbar.

─No, mi niño, en la boca cojo otras cosas más apetitosas, duras, para ablandarlas bien y sacarle la resina, ah, lo que tengo a punto de almíbar es el culito, mi cocinero, por si lo quieres saborear. Porque a mí me gusta la yuca un día. Sí, pero hundía hasta el forro de los cojones.

─Echa pa allá, tú, so maricón ─dijo Horacio haciendo un gesto en el aire como para quitarse una presencia que lo iba a ahogar, Morlotys lo miró haciendo un mohín de desprecio con los labios fruncidos.

─¿Quién tiene una bolita del mundo? ─dijo uno que al mirarlo en la penumbra sí parecía estar loco.

─Ah, no crean que porque soy yegua no sé de qué están hablando. ¿Vieron a las enfermeritas nuevas? ¿eh?, pues no se hagan ilusiones, por ahí vienen con sus vestiditos de uniforme a punta de nalga, pero, ya les dije, no se hagan ideas, a esas descaradas las trajeron para asistir a los militares en su abstinencia carnal.

Varias enfermeras se acercaban, venían con un lote de medicamentos y jeringas en las manos acompañadas por los guardias, iban repartiendo a diestra y siniestra pastillas a unos, e inyecciones a otros. Venían serias. Se movían con gestos y ademanes mecánicos.

─Olvídenlo, no he dicho nada, ustedes no entienden nada. Yo tampoco ─dijo Horacio haciendo tiempo hasta que se fueran las enfermeras─. Mejor me callo.

─Abran la boca ─dijo uno de los militares y las enfermeras comenzaron a poner las pastillas en las lenguas, otras le largaban unos vasitos con agua, otro militar iba comprobando que se habían tragado el comprimido. Los hacía sacar la lengua, luego levantarlas hacia el labio superior.

Les dolió oír chirriar la puerta cuando volvieron a asegurarla con candado.

─Me cago…, una bolita del mundo, otra bolita del mundo, otra bolita del mundo, otra bolita del mundo…

─No entiendo nada.

─Está loco.

─Este lo único que sirve es para limpiarse el culo. Maricón.

─¿Alguien me llamó? Yo oí que querían un maricón. ¿Quién?

─Tú, me estás llenando la cachimba de tierra.

─Otra bolita del mundo, otra bolita del mundo, otra boli…

─¡Silencio! ─grita un guardia golpeando los barrotes de la ventana.

─Me cagué…

─¿Qué?

─Se cagó.

─La bolita del mundo…

─Está bueno, mi niño, ven, anda, que te voy a enseñar las bolitas del mundo que tengo aquí…

─Dejen eso y cuéntanos esa historia.

─Pero me cagué…

─Límpiate, mi niño, si no tuvieras tanta peste, juro que lo hacía yo, pero ni hablar, prefiero limpiárselo al guardia ese que acaba de dar en los barrotes ─dijo Morlotys aproximándose a la ventana─. Guardia, aquí uno se cagó, ¿puedes dejarlo salir? Esta peste no la aguanta nadie.

─Va a llover.

─Dale, hijo, anda, ahí viene el guardia, viene a asearte.

─Vaya, con cubo de agua y todo.

─Vaya Morlo ahí tienes…

─Eh, tampoco así, mi dulce, que aquí el que se cagó fue él, no yo, mira como me has dejado toda ensopada ─dice Morlotys escurriéndose.

─Se me calla to el mundo aquí… si no quieren que les entripe las camitas.

─Ya, ya, me seco, no te me enfurezcas, mi dulcecito, tranquilo, relax…

─Llovió.

─¿Ya podemos seguir?

─“Deben saber que, en los postreros días vendrán tiempos peligrosos, habrá hombres amadores de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos, sin afecto, implacables, calumniadores, crueles, aborrecedores de lo bueno, que tendrían apariencia de piedad, pero negarían la eficacia de ella, a esos, evítenlos.” ─enjuició uno de los religiosos.

─Pero, el apóstol Pablo dijo “Con relación a todo, den gracias”. Nadie va a matar al pueblo de Jehová ─intervino otro de ellos.

Los ignoran.

─Yo no tuve nada que ver con la voladura del puente. No tuve culpa del espectáculo, pero lo vi, y escapé por un pelo. Mi madre me decía, ay, mijo, por Dios, te van a matar, vete por un tiempo, antes que te echen el guante y tenga que llorarte, hazlo por mí, y por tu padre. Madre, le dije, si éste es el día señalado, moriré, no les tengo miedo. Y seguí pintando consignas en las paredes: Abajo el comunismo. Después me fui a la vega de ese río a hacer carbón. Atrás dejé a mi novia, no volví a verla. En la capital la cosa estaba fea, y ella había venido a casa de su familia, a una o dos casas de la mía. Cuando volaron el tren, ayudé a los heridos, a muchos de ustedes los saqué yo del agua y de los coches retorcidos, aquello se llenó de milicianos y me confundieron con ustedes.

─A los militares los tiras en un potrero y comen yerba ─dijo otro─. Mírenlos.

Se agrupan pegados a los barrotes porque junto a la garita de la entrada, los soldados apaleaban a varios hombres, una enfermera les 39 imploraba sujeta al uniforme de un soldado, por favor, basta, ya déjelo, decía y se desgañitaba. El soldado, empujándola, le dio la espalda para continuar con lo suyo. La ropa blanquecina de los pacientes se tiñó de sangre, caían de bruces sobre el terreno pedregoso de la entrada o contra el portón de hierro. La enfermera quiso golpear al guardia con una piedra, pero un disparo cuerpo a cuerpo la derribó, los reflectores recorrían la escena, el hermano de religión, por el cual imploraba la enfermera al tratar de socorrerla, murió segundos después, con otro disparo.

Sonó el timbre como un eco desgarrador y, como hormigas locas los otros golpeados corrieron hacia la entrada pegándose a la portería metálica.

─Ay, tú, qué cosa, que no haya un segundo de tranquilidad, bueno, claro, tranquilidad viene de tranca…

El oficial de mayor rango pasó al frente de los esbirros, no entienden que aquí mandamos nosotros, dijo, hasta que lo hagan, estaremos haciéndoselo saber por las buenas o por las malas. Aquí no se discute, se cumplen órdenes, religiosos de mierda. Vuelvan adentro, terminó lanzando un tiro al aire que cimbró como un graznido. ¡Adentro!

Como mansas ovejas todos en el sanatorio se retiraron de las ventanas y retornaron a sus camastros.

La noche caía cansada sobre el redondel del patio, donde los goterones empezaban a levantar el olor a polvo.

─¿Qué pasaría? ─dice Ismael, con el chasquido del arma vibrándole en los oídos.

─Tengo hambre.

─Alza la pata y lambe…, qué va a ser niño, lo de siempre…

─Yo también estoy trozao, aquí sí que no hay haitianos vendiéndonos azúcar, queque, queso, galletas, latas con carne rusa, dulces de fruta bomba, casquitos de guayaba, cigarros…

─Cállate que la boca se me hace agua.

─El hambre no me va a dejar dormir.

─Les dije que iba a llover y está lloviendo.

─Esta gente no tiene madre. No creen ni en la puta que los parió.

─Me fugara.

─Mejor te callas y aguantas, nene.

─Tienes razón, aquí lo mejor es morderse la lengua que, si te cogen, te fusilan.

─O te hacen lo que a los testigos de Jehová. Acaso no has visto cómo los meten en las letrinas hasta el pescuezo, Cuando te saquen, sales mareado de tanta mierda que vas a tragar, y derechito pa la enfermería, con una mano e golpes que pa qué. Mejor cállate.

─Me estoy cagando.

La lluvia parece no tener fin.

─Quizás no haya otro día espléndido para ver de nuevo la luz del sol.

─Los guardias andan malhumorados.

─Qué pasaría.

─Lo que hacía falta es que el agua se cuele pa acá y limpie el piso, las paredes, los colchones, y la sangre de esos.

─Y nos cambien la ropa de cama…

─Que el cielo se llene de palomas y batan las alas como sábanas secándose al viento, bandadas multicolores, aleteo salvaje… Me arden los ojos, no tengo sueño, la cama está húmeda. ¿Desde cuándo no nos damos un baño?

─Morlotys, ¿quién se acuerda?

─Tenemos una peste a culo que no hay Dios que la aguante.

─¿A quién le importa? ─Ya nos adaptaremos.

─Fíjense, hoy no me he aseado. Huélanme y verán que soy puro queso, aunque si me quieren dar pincho, me aseo hasta con una escupida.

─No, gracias ─le gritan a coro.

Un loco lo mira con lujuria.

─Solo hay agua para ojos y dientes. Una gota para beber. Deberían dejarnos salir al aguacero.

─Pobre gente ─dice Morlotys.

Mira a los castigados contra el muro.

─¿Qué hicieron esos?

─Darle teque religioso a la gente para convertirlos en creyentes. Si quieres te pueden bautizar y te cristianizas ─dijo santiguándose a manera de los católicos.

Permanecían juntos para calentarse con la conversación.

─No, mi niño, soy pájaro, pájaro, y esto es mucho más fuerte que el vicio del alcohol y el cigarro, yo por el culo muero como el pez por la boca. No resistiría una abstinencia sexual a causa de una fe, me mataría la falta de baquetazos que me hagan sentir lo que soy: mujer. Amanecería con resaca y tendría que salir a dar caza a un bugarrón, a que me mate el ratón y eso ya sería pecar, porque me quedaría en el velorio, yo, aunque no lo creas, padezco de fuego uterino, así somos nosotras, como vez no puedo dedicarme a ninguna fe religiosa, no aguantaría ser una buena cristiana, prefiero arder en las llamas del mismísimo infierno a pasar con ficha ante la debilidad de la carne. Ahora mismo con una jabonadura yo tenía para calmar mis ansias con cualquiera de esos soldados que nos vigilan.

─No jodas, contigo no se puede hablar en serio, siempre te pasas de raya, coño ─dice Horacio y se traga la lengua.

─¡Silencio, partía de maricones!

Grita uno de los centinelas asomándose por la ventana.

Hacemos silencio. Alguien lloriquea, otro maldice los golpes del guardia sobre los barrotes que lo han sobresaltado. Los religiosos oraban en sigilo. Llovía a cántaros. Se congelaban. Piojos, chinches, ladillas engorgonadas, habitantes de cuerpos mugrosos, devorándonos, nos comían vivos, no nos dejaban dormir. Por suerte, si esto sigue así moriremos, dijo Horacio bajando la voz.

Sé que todo comenzó el día en que nos dieron caza. En la redada cayeron indecisos, idealistas, hippies, maricas, apátridas, vagos, religiosos, apolíticos, políticos, la madre de los tomates y yo que no tenía nada que ver con ninguno de ellos.

─Espérenme ─murmuró alguien.

Lo hacía desde la oscuridad de su catre.

Otros, apilados en un espacio entre los camastros, prestaban atención a Horacio.

─Usted, póngase de pie, me dijo el juez. Yo le dije 13, engurruñando las cejas de mulo que tenía soltó un QUÉ que quería decir unas cuantas cosas. Que soy 13, le aclaré y la sangre me subió a la cabeza, pero de pararme en firme nananina. Me miró con cara de perro asesino y me dijo: Está reportado. El teniente Barlaan encontró un objeto extraño entre sus cosas. Bajé la cabeza pa darme tiempo a pensar y menos mal que soy bastante rápido, cuando levanté la cara, no sé de dónde me vino tanta seguridad, le dije, es verdad, era un periódico Granma, lo guardé para leérselo a mis compañeros sobre lo bien que va marchando el país, mentí y le viré la torta, no les digo, brutos que son. El juez quería comerse al teniente, le encontré unos papeles escritos, dijo nervioso, no sabía qué eran, no sé leer, miró al suelo para evitar la mirada del juez, que seguía implacable, pensé que era propaganda enemiga, con estos contrarrevolucionarios nunca se sabe… el juez estaba furioso. ¿Qué hacemos con éste ahora?, preguntó a los miembros de la Corte, ¿lo absolvemos? Y uno del jurado me defendió, claro, creyó lo que yo había dicho o Barlaan no le simpatizaba y quería aprovecharse para humillarlo. Si él lo coge para leérselos a los otros, eso no es delito, dijo. Entonces el juez se acercó al chivato y le dijo, Barlaan, en cuanto se acabe esto le devuelves el periódico. ¿Estamos? El teniente Barlaan dijo que no; el juez se erizó de pies a cabeza, ¿Cómo qué no? ¿Te estás changueando de mí?, dijo pegando su cara a la del teniente que, tembloroso, dijo, es que le pegué candela a to eso creyendo que… El juez no le dejó terminar, por poco se lo come: Al que deberíamos meter preso es a usted por bruto, Barlaan, eso que hizo sí es contrarrevolución. Usted debería ir a la hoguera. Ya hablaremos usted y yo. Salga de mi vista. Mira que confundir un periódico Granma con una revista religiosa, esto es el colmo, dijo y salió hecho el diablo.

Morlotys empezó a reírse a carcajadas de la historia alocada que les acababa de relatar Horacio.

Estaban tan cerca del orador cómo él se los permitía, que respiraban el vaho de su boca.

─Pareces una quinceañera, Morlotys, te ríes y vaya hoyitos que se te hacen.

Algunos sonrieron la observación amanerada de Horacio.

─No creas que me voy a sonrojar ─dijo Morlotys.

Fue hasta su catre y se dejó caer exhausto por el encierro, quién fuera ave para salir sin que se enteren, se dijo en la penumbra mirando a sus compañeros, que no escuchen mi vuelo, escapar, estirarme hasta tocar el cielo, aunque sea con las yemas de los dedos, caminar por las nubes, bien lejos de todo esto, que la sangre circule libre por mis venas, se me desentumezcan las piernas, las nalgas y el cuerpo vuelva a entrar en calor.

No logra dormir.

Los otros siguen haciendo cuentos.

Morlotys va hasta la ventana, se abraza a los barrotes, cierra los ojos cuando el viento sopla y le canta en el rostro, revolviéndole los cabellos. Recuerda las noches de alcoholes, pachangas inolvidables, aquellos amaneceres en el malecón cuando el sol afloraba por detrás de La Cabaña, iluminando el Cristo de La Habana y la bahía, terminaban borrachos, cantándole como perros a los que pasaban corriendo porque se les hacía tarde para llegar al trabajo.

Pasa un pájaro, vuela indeciso, zas, zas, zas, zas, zas, zas, lo ve dar aletazos como si fuese a estrellarse contra las copas de los árboles, a clavar su pecho en las puntas filosas de una estrella, lo mira con ojos asombrados, prisioneros. Escucha el eco de su graznido, similar a una lechuza llorona que, con gestos de bruja, danza por el cielo. Morlotys quiere gritarle, pero no tiene fuerza, prefiere ahogar el alarido que le quema por dentro. Quisiera ser ese pájaro, aunque deambule indefinidamente, se dice y un lamento atrapa sus ojos en la opacidad del muro, pobres religiosos…

─El calvario para esos infelices no va a acabar nunca ─dijo Horacio.

¡Qué triste nacer en un cuerpo equivocado! ¿Qué soy?, ¿soy gay?, ¿pájaro? Sí, ¿y qué? No importa, nadie va a entenderme. Desearía seguir con los ojos cerrados, que al abrirlos no estuviera en el hospital, y todo esto fuera mentira y estuviera disfrutando de mis noches habaneras. Un poco más de tratamiento y las olvido. Estos en piyamas me tienen harto, selecos, ya ni nos diferenciamos, los mismos zapatos, pelados, el mismo cansancio, estudiantes, campesinos, obreros, religiosos, artistas, intelectuales, jóvenes, viejos, acusados de delincuentes, lumpens, ladrones, asesinos. Enfermos psiquiátricos.

─¿Quién nos hizo esto, Dios mío? ─dijo uno en alta voz.

Los noctámbulos lo miraron como a una visión. Nadie le respondió. Morlotys va y se acuesta porque Horacio no para de darle a la lengua.

─¿Tú dices lo de la peste a peo que hay o lo del cuerpo cachicambiao? ─dice el loco ya debajo de su ripio de sábana─, lo único que necesito es una bolita del…

─Cállate ─le dice Morlotys mirando la reacción de Horacio.

Horacio no para con sus historias disparatadas, como si tuviera una respuesta para todo.

─Esto no hay Dios que lo aguante…

─¿Qué, otra vez con lo del peo? ─vuelve el loco.

─No, lo de encerrarnos aquí, nene.

Morlotys se levanta y va hasta el grupo.

─No sé por qué tengo una impresión de que tú, Horacio, sabes algo.

─Tú lo has dicho, Morlotys. Es una impresión.

─Ay, ¿estás seguro que no lo sabes?

─Convencido.

─¿De veras?

Horacio hace un gesto de impaciencia, Ismael los mira y no dice nada.

─¿Y cómo estás tan seguro que no viste al que hizo el sabotaje del tren, a ver?

─Porque sé que no lo sé y me basta y sobra de sobra con eso.

─¿Eso es un trabalenguas?

─No, Morlotys ─dice Horacio y le aparta la mano, que ha empezado a acariciarle el cuello.

─Está bien.

─¿Qué?

─Te creo.

Horacio, se encoge de hombros, como si le diera lo mismo, los ojos se le han enrojecido. Los otros empezaron a opinar. Es mejor que los guardias y los médicos no nos escuchen con los cuentecitos de Horacio.

Sería mejor oír la lluvia caer en el patio, como si estuviéramos sepultados bajo escombros. ─¿Cómo podríamos averiguar lo sucedido aquel día? ─es otra de las yeguas que se dirige a Hernán desde el fondo de la celda.

─¿Qué? ─dice él pensativo con sus turbios ojos café. Las ojeras le cuelgan como dos bolsas.

─Estoy preguntando que quién nos quitó la libertad, Hernán. Ustedes no dejan dormir a nadie.

─¿Libertad?

─Morlotys le toma la mano.

─Sí, libertad, mi niña.

─Eso no tiene respuesta ─dice Hernán.

Su vista repta las paredes de la celda y se detiene en la cortina de lluvia al otro lado de los barrotes.

─Alguien debe saber, pero seguro eso es S.N ─les dijo Horacio.

─¿Qué? ─Secreto Nacional.

─Vives enredando la pita, Horacio.

─Vamos, que el único enredador que hay aquí eres tú, Morlotys.

─¿Yo, que soy más clara que el agua?, digo, la de casa, porque ésta, por tu vida, mi niño, ¡no hay quien se la meta! No sé por qué tengo esa impresión contigo…

─¿Qué?

─Nada. Que sabes más de lo que dices, pero olvídalo, mi niño.

─¿Alguien tiene una bolita del mundo?

─Empezó…

─Oiga ─me dijo─ ¿Usted es Testigo de Jehová?

Horacio retomó su historia interminable.

─No, ¿por qué?

─¿Y por qué carajos no se para en atención? ─me preguntó el combatiente.

Miré sus grados y le respondí poniéndome de pie.

─Yo estoy preso.

─No, usted es militar, ¿quién dijo que usted está preso?

─¿Quién le dijo a usted que yo soy militar?, los hombres que estamos acá somos presos, ¿no nos ve?, ¿quién dice que esto es una unidad militar?, ¿qué unidad militar es ésta?, ¿díganos? Esto es un Campo de Concentración.

Se lo dije así sin pelos en la lengua. Él echaba candela y llamó al teniente Solís, que era noble, humano. Esos también los había allá.

Solís me llevó aparte y bajito y en buena forma me dijo:

─Coño, 13, ¿qué le pasa con Carratalá?

El negro Carratalá, con cuerpo y cara de gorila, la pasa roja, encrespada, nos miraba bufando como un toro fajador que saca la tierra con los cascos y los cuernos, queriéndome ensartar antes de ser corrido con la tela roja, no le tenía miedo, pero me hacía sentir incómodo, Carratalá era una muralla de piedras, pero, no iba a dar mi brazo a torcer, por más buena gente que fuera el teniente Solís.

─No tengo por qué parármele en atención a nadie, menos a ese animal, que parece un ñame con corbata. No soy militar.

No me importaba si Carratalá me escuchaba.

─Bueno, bueno… ─dijo el teniente Solís, titubeando con voz bondadosa, mientras los bufidos de la bestia llegaban con claridad─, usted, sobrellévelo, evítese un problema que pueda agravar su estadía. Usted conoce a esta gente, ¿qué más le da parársele en firme unos minutos y salir de eso? Pruébelo.

─Lo voy a intentar por usted, que vale la pena.

Los reclusos que pasaban se detenían, nos miraban, seguro pensaban que me estaban dando un correctivo, o me alistaban para fusilarme, luego, al ver que era una conversación sin importancia, continuaban su deambular por el patio. Yo no los escuchaba, pero seguro respiraban aliviados.

Solís me tocó un par de veces en el hombro, dio media vuelta y se alejó despacio conversando con Carratalá.

Fue difícil, pero no me dejé mangonear, jamás me paré en atención frente a ninguno de ellos, siquiera delante del buenazo Solís. Ya les digo.

Hernán, junto a la ventana no participaba de la historia de Horacio. Desde su silla contemplaba la negrura del cielo sobre los árboles del fondo. Querida Olivia, piensa, cómo me gustaría acurrucarme a tu lado… No puede contener las lágrimas. Cómo no llorar. Tanta gente ha muerto. Ismael, dice, Ismael. Ismael no escucha. Ismael habla para sí: Tengo que ser metódico. Todo está en la rutina, la práctica. Si pretendo la perfección, esa precisión de relojero, tengo que ser metódico. Ismael, vuelve Hernán, ¿me ayudas?, su voz se cuela entre las luces de colores, le nublan el pensamiento a Ismael, los fuegos artificiales saltando por los aires, como una noche de carnaval. Sí, sí, dice, empuja la silla en dirección al catre. Morlotys los ve pasar, ya va siendo hora de que se callen, cojones, musita, encima del desvelo que uno tiene aquí, le ronca que Horacio no termine. Y se acomoda en la silla. Con los ejercicios de la memoria no se siente tan solitario.

Morlotys se hace llamar Yegua.

Le gusta que lo nombres así.

─Somos cuatro Yeguas del Apocalipsis, dice.

Las otras duermen. Ni siquiera le prestan atención a la perorata de Horacio.

─Morlotys, padezco de un insomnio crónico ─dice Horacio.

Si con un solo manotazo pudiera espantaría la tristeza que intenta disfrazar frente a los otros. La tristeza atrapa y no suelta. Es como un otoño, piensa Morlotys, en otoño los árboles cambian sus coloraciones, las hojas caen por millares, quedan pelados, calvos. En las ramas los gajos chuecos parecen rabos de ratones retorciéndose indefensos, igual sucede en invierno, es tan triste como estar aquí. El resto de los pacientes duerme como troncos, locos y cuerdos, como ellos, no estoy loco, masculla, loca sí, lo sé, ellos lo saben. No sé cómo pueden, roncan, son locomotoras, ronquidos largos y tendidos, eructan, lanzan sus pestilencias. Si uno dice que no está loco, es que lo está, por eso callo, prefiero seguir loca del fonino, no de la mente. Estar desvelado me permite tomar el mando de la escena, lejos de los médicos, de los militares. Si fuera por mí, estaría así sin moverme, nada de nada, aunque no me mueva, una estatua, cuándo llegará el día de la liberación. Cuándo se abrirán esas puertas para permitirnos volar.

Dejan de hablar.

Por fin se acuestan.

Duermen acurrucados en sus camastros, respiran hondo, con el resuello entrecortado, la tos les quiere quebrar los huesos, los músculos del pecho, de la espalda, como si en cada uno aconteciera un terremoto. Parecen mugrientos trozos de panes aletargados, enmohecidos, respiran el vaho pútrido de sus ventosidades. El frío les muerde las carnes bajo las sábanas, se estremecen. Quiero salir, quiero salir de aquí, grita un joven en medio de la pesadilla del sueño, se le ha caído el pelo. Cállate, loco de mierda que queremos dormir, dice otro y se sienta en el camastro, se rasca la cabeza desgreñada, con los ojos fijos en Ismael que también lo observa desde su catre. Odio lo igual, susurra, todo lo idéntico es falso. Puro artificio.

A lo lejos se oye el pitido de un tren. Seguro traen más condenados, balbucea, no me gustaría pasarme la vida mirando por esos barrotes, las alambradas del muro, los guardias vigilándonos, con sus ametralladoras en los techos de los recintos, les tirara una bengala con los ojos. Mira, y señala hacia la tiniebla por la ventana, todos parecen momias envueltas en sus gasas sucias, se verían hermosos ardiendo en medio de una llamarada. Rayara un fósforo y zas, todos arderíamos, dijo Ismael en voz alta sonriéndose.

 

7

─¿Quieren saber más al respecto de la verdad verdadera? ─indaga Horacio.

Espera.

Mira la reacción de los que guardan silencio.

No dicen nada.

─La verdad nunca es absoluta, pero… ─nos asegura Horacio con voz cansada.

Se queda pensativo y se rasca la barbilla.

─¿Qué? ─pregunta uno a sus espaldas, lo miro y se me parece a Casper, es un fantasma. Lo intento, pero es en vano, la poca luz no me deja reconocerlo.

─¿Por qué no? ─indago.

La celda apesta a carne agangrenada.

Son los olores putrefactos de un horno de cremación.

─Sencillo, porque quienes la reescriben son los últimos que vencen ─dijo Horacio.

Al escucharlo me estiro.

La silla chirría.

Me ignoran, están atentos a sus palabras.

─Eso es tremenda injusticia. Si se enteran los de los Derechos Humanos…

─¿Qué?

─Seguro arman tremendo escándalo internacional y nos tienen que sacar de aquí urgente. A eso puedes ponerle el cuño ─digo.

─¡Qué iluso eres, Hernán! ─me suelta Ismael.

Intento mover la silla, pero permanezco en el mismo sitio.

Olivia, quiero olvidarme de los soldados, el personal médico, los pacientes, del mismísimo Horacio y su arenga y ponerme a dibujarte corazones en las paredes.

Horacio no hablaba en voz alta.

Los días aquí en este encierro lo han acostumbrado a hablar en voz baja. Se sentía derrotado y eso le había fracturado el ímpetu de seguir viviendo.

─Ismael tiene razón.

Miró a los ojos a quienes tenía enfrente.

Algunos tosieron, pero nadie hizo preguntas.

─No pongan esa cara.

Y sin dejar que se defendieran les soltó:

─Sepan que quien ha osado revirársele al Caudillo, de la noche a la mañana ha pasado a ser un vil traidor al servicio de la CIA y lo ha pagado con la muerte. Y eso de derechos humanos, ese, se lo pasa por los cojones. Ustedes lo saben bien. Cuando juró erradicar la pobreza se refería a la suya, y se va a volver rico. La gente pobre y muerta de hambre como nosotros, va a seguir igual.

Asegura mirándonos a los ojos.

Una ira súbita sube por su cuerpo. Cogote, cara y orejas se le enrojecen. Se contraen sus facciones esqueléticas, como si el tiempo se hubiese detenido en su rostro, hace un alto para no interrumpirlos en su consternación.

Nos miramos respirando el aire maloliente que vicia la atmósfera y Horacio tarda unos segundos en sobreponerse y continuar su discurso, mira a los valientes que creen en él y por eso asienten en silencio. Parecían seres primitivos alrededor del fuego atentos a lo que le escuchaban decir al narrador.

─Créanme, no soy el vulgar hornero que ustedes piensan. ¿No me creen? ─se pregunta y sonríe al terminar la confesión.

Locos y cuerdos miramos perplejos a Horacio.

Oímos los ruidos que emiten las suelas de las botas rusas de los centinelas al pisar con fuerza la gravilla en el patio.

─A lo que el esbirro dio por llamar Limpia del Escambray, por miedo a que los que se alzaban lo destronaran, fue en verdad una Guerra Civil.

Algunos ni se estremecen, pasan el puño del pijama por las comisuras y se limpian la baba.

─Conocí a una pila de gente buena con grados del ejército rebelde que se alzaron y fueron perseguidos, cazados como animales; algunos se salvaron porque cuando entendieron que sería imposible ganarle al ejército, se fugaron por la costa a los Estados Unidos, y a los que no pudieron desertar, los acribillaron a balazos.

Horacio se detuvo para tomar aire, toser y aclararse la garganta. Ha bajado de peso y su pelo ha encanecido.

Alguien gimió en la esquina de la celda, comenzó a hipar con un sonido fangoso.

─Todo es mentira. Yo no era un simple hornero que velaba su horno día y noche, la rabia y la impotencia me comían mientras las leñas se hacían carbón, me pregunto: ¿dónde está el testimonio de los condenados?, ¿las tumbas de los fusilados, los masacrados? Estoy aquí, pero no estoy loco. ¿Saben cuántos alzados hubo en el país? tres mil y pico. ¿Saben cuántos murieron en esos combates? Casi todos.

─¡Cállense! ¡Cojones, y duérmanse ya, partía de pamplinosos! ─vocifera uno de los centinelas dando con la tomfa un golpe seco en los barrotes.

Hernán tragó en seco.

Con la manga del pijama secó el sudor que comenzaba a aflorarle como perlas en la frente. El miedo de algunos les tembló en los ojos.

─No se puede borrar la historia. Todo es malo. Malo de verdad. Malo allá. Malo aquí. Recorrí ese macizo montañoso de arriba abajo antes de dedicarme al carbón, nunca maté a un cristiano. Ese lomerío me lo conozco como la palma de la mano, ahí dejé parte de mí, allá en Fomento, Trinidad, Manicaragua, Cumanayagua, Mataguá, incluyendo Condado, Báez, Agabama, Barajagua, en otros caseríos de Guamuhaya. Me gustaba respirar el monte, ver su colorido, oír su silencio, los árboles, los ríos, los bichos, los pájaros, parece que estás en otro mundo, entonces sabes qué cosa es el silencio, contemplándolo te quedas dormido, como si todo fuera un sueño.

─Me fumara un tabaco ─dijo el loco─ para endulzar el gaznate.

─Deja eso, hombre, no sé dónde vamos a sacar uno ─dijo Hernán.

─Si nos fumamos uno se nos quita la amargura ─dijo otro.

─Qué rico el olor a monte, aquí solo hueles la cloaca.

─Si pudiéramos dejar de respirar ─dijo un tercero.

─Me muero…, me muero…

La queja venía desde una celda aledaña, seguida de un ataque de tos, tal vez de la misma persona, pareciera que fuera a ahogarse después de la intensidad que tomaban sus espasmos.

Los milicianos vigilan día y noche, los ojos prendidos en las ventanas de las celdas como focos.

─Cuando caí en prisión la primera vez ─dijo Horacio─, había un libanés, era dueño de un barcito y una bodeguita, lo iban a fusilar, lo de él era vender, me decía, no le importaba quiénes compraban sus productos, no tenía nada que ver con política, lo acusaron de tener un centro de espionaje para los alzados y se jodió. El libanés tenía un hijo capitán del ejército rebelde, Fayad Jamís, dicen que buen poeta y además pintor, había estado en la Sierra con los barbudos y no hizo por salvar al padre. La mujer del libanés tuvo que irse a la calle con sus otros hijos pequeños, claro, siempre hubo gente buena que los acogió. Cuando me dieron la oportunidad de ser emisario de lo que era el Directorio Revolucionario Estudiantil y los guerrilleros del Escambray tuve que volver a Sancti Spíritus, en la Cafetería el Pinto que está en Carretera Central y calle Virtudes, frente a la Terminal Vieja de Santa Clara, tenía que ver a un contacto, dio la casualidad que era el hombre. Enseguida nos dimoslas contraseñas:

─El Chino ─dijo.

─Horacio ─respondí.

Nos abrazamos, entonces supe que se había salvado en tablitas.

─Horacio, menos mal que eres tú, seguimos en la lucha, no puedes alzarte, la orden viene del Jefe del Ejército del Escambray.

Yo andaba con la mochila lista, con todo tipo de armamento para intrincarme en las lomas. Unos soldados entraron en la cafetería, me levanté y salí sin despedirme. Ya en la calle vi a los guardias dirigirse a él, conversar no sé de qué. Caminé hasta la esquina. Minutos después salió con las manos en alto y los guardias apuntándole con los fusiles, a unos pocos metros de mí lo molieron a palos.

─Horacio, a mí me gustaría tener la paciencia y el valor que tuvieron tú y el libanés ─dijo Ismael frotándose las manos─. Y poder contar mi historia.

─Me gustaría poder alzarme, pero nadie me hace caso ─dijo el loco.

Horacio siguió.

─No crean, tuve miedo, lloré de rabia, no pude hacer nada por él… Oyéndolo insultar y maldecir a los guardias me alejé. En la próxima esquina, otros hijos de puta, vestidos de paisanos, me esperaban. Sin preguntar quién coño era me dieron una tunda y me quemaron los dedos con un mechero. “Eso es para que no te queden ganas de levantar un fusil en contra de la patria que te alimenta”, vociferaron queriéndome matar. Pero alguien, supongo que de algún movimiento clandestino, pagó un abogado para que atendiera mi caso. “¿Eres comunista?”, le pregunté a boca de jarro. Él asintió. Lo soy, dijo, pero también soy el único que puede sacarte vivo de aquí. Pero si tú eres comunista… Me miró fijamente y me dijo: seré comunista, pero no ciego, aquí hay algo que no anda bien, este no es el comunismo que yo esperaba, dijo con ira y le creí. En el juicio me defendió a brazo partido y logró sacarme. Fui a parar a Cienfuegos. Cuando llegué a esa ciudad los contactos andaban escondidos, trataban de salir con vida del país. Aquello estaba minado de guardias, milicianos, chivatos por todas partes. Era imposible dar con nadie. Todo era cordones de militares y civiles, soplones asquerosos, guardias vestidos de civil por donde quiera. No pude llegar hasta los integrantes de la Brigada 345 y ese mismo día tuve que virar. En la entrada de Santa Clara estaban revisando todo lo que venía de Cienfuegos, entonces se montó en la guagua un músico de mi barrio, vestido de miliciano con un rifle al hombro. Me dije: “Horacio, mira quién se montó, Estrada, estoy perdido, ¿me vería? Sin dudas, sí. Me vio”. Alguien desde abajo preguntó:

─¿Entonces qué, está ahí el sujeto o no está?

Para mi asombro Estrada dijo: no, no, no viene aquí, la guagua puede seguir, no hay problemas. Qué decir, no me delató, se quedó callado, él me conocía, me miró y me dejó continuar viaje. Me metí en la ciudad.

Me introduje en una casa donde había una bandera roja con una hoz y un martillo, un retrato de Lenin, una bandera cubana y un retrato de Camilo Cienfuegos. Me dijo el dueño: No se preocupe, aquí no lo van a buscar, soy el presidente del Cedeerre. Cuando salí no me quedé con los brazos cruzados, seguí en la lucha hasta que alguien me chivateó y tuve que huir para La Habana. Ya instalado contacté con un tipo que había combatido en la Guerra Civil Española, estuvo en el asalto al Palacio Presidencial, pertenecía al Directorio Revolucionario 13 de marzo, y empecé a colaborar, nos reuníamos sin apenas conocernos, una cosa hermética, la llamó “Hermanos de José Antonio”. En memoria a Echeverría. He tenido que lidiar con tanta amargura… Regresé a Las Villas y por un tiempo me dediqué a buscar tumbas desconocidas, sin nombres, de guerrilleros, eso antes de irme a hacer carbón, siempre aparecía una mano amiga o enemiga, que nos alertó, nos dio detalles, pistas para encontrar a los enterrados, desaparecidos, mártires del Escambray, seres masacrados por las tropas castristas, tengo fe en que algún día sus lugares de confinamiento saldrán a la luz.

Horacio hizo un alto para mirar a sus compañeros de celda, sacudió la cabeza a ambos lados al no constatar ningún sobresalto.

Morlotys lo miraba aturdido. ¿Estaría loco? Quizás era el más loco de todos, con aquellas historias, quizás por haber sido el único testigo de la desgracia de los que viajábamos en aquel tren.

─A casi todos los campesinos los sacaron del Escambray y bautizaron la zona como PCR.

─¿Y eso que significa?

─Zona de Potencial Contrarrevolucionario.

─¿Y?

─Nada, cuando la verdad gane y todo salga a flote, como tiene que ser, todos esos hombres y mujeres, los vivos regresarán y pasarán a ser héroes de la Patria, y los asesinados, mártires.

Se levantó y caminó hasta Hernán.

─Es una pesadilla. Cómo desearía estar equivocado. No saber tanto. ¿Qué esperan de nosotros?

─Si saben que entiendes de política y estás de parte de los que se alzaron, te la arrancan ─susurró Hernán─; mejor aparenta que no entiendes un rábano de eso.

En el patio la lluvia ha amainado.

Los guardias, armados hasta los dientes, siguen con su ronda nocturna.

La luz de los impertinentes buscachivos los persiguen bajo la lluvia.

Los pacientes van poco a poco recostándose en sus catres.

¿Debería sentir fraternidad por ellos?, piensa Horacio.

Un gemido sexual se escucha en la negrura del calabozo.

─Esas pelandrujas que trajeron hace poco, de enfermeras solo tienen el traje ─dijo Horacio y bostezó─. Creo que va siendo hora de dormir.

Las sombras se cuelan como fantasmas. A veces es preferible no dormir, permanecer despierta clavada en el hueco de la ventana, oír llover, mirar hacia la nada, en espera de que los guardias y el equipo médico vengan a buscarme con mis yeguas para darles lo suyo, dijo Morlotys, complacerlos y complacernos.

─Cállate y duérmete ─dijo Ismael.

─Esas enfermeritas de pacotilla no van a quitarnos la prioridad. Verás cómo ahorita vienen haciéndose los machitos a buscarnos. Ellos saben que como nosotras esas faldicortas con el culo seco no les van a aliviar sus hambres de machos, están hambrientos, y nosotras permanecemos fogosas y dispuestas siempre.

─Ya es tarde ─dijo Ismael.

─No importa, ya están al venir a buscarnos a mí y a mis yeguas ─dijo Morlotys.

 

8

─Cien, oficial ─dice el soldado terminando de contar el escuadrón.

─Seleccione a diez ─dice.

El oficial escupe.

─Estos tienen que aprender de una vez a amar a su país y yo se los voy a enseñar a como cueste.

El soldado sonríe.

Comienza a seleccionarlos como si escogiera cerdos para la cena de Nochebuena, los señala uno a uno.

─Ya está, jefe.

─Entréguenles pico y pala para que caven un hueco de tres metros de hondo por dos de ancho.

─¿Y eso pa qué? ─indaga el soldado.

El jefe se rasca la cabeza.

─No sea preguntón.

Miró a los creyentes.

─Usted cerciórese que en cada hoyo quepa un hombre acostao.

El jefe torció los labios y dio media vuelta.

Los religiosos, bajo oración, empezaron a cavar. El soldado moviéndose de un hueco a otro, orientaba si debían o no, abrirlos un poco más. Los otros, los que no habían escogido para la tarea, desde cierta distancia los miraban hacer.

 

─Han terminado, jefe ─anunció el guardia.

El oficial se acercó.

─Les doy otra oportunidad de renunciar a su fe, olvidarse de Jehová, y sumarse a la causa revolucionaria ─dijo el jefe─, a los que lo hagan les perdono la vida y los convierto en soldados de la patria.

Nadie habla.

Dio la orden bajando una mano.

Al chasquido de las balas diez cuerpos se desploman dentro de los huecos.

─¿Nadie se decide? ─volvió a tronar el oficial.

Caminó mirando las tumbas abiertas.

─Soldado, escoja diez más para que tapen a los difuntos. Después, que abran otras diez tumbas. Esto no para hasta tanto no se convenzan de que ese Jehová no va a venir por ninguno de ustedes. Yo soy Jehová. Y si tengo que matar a noventa y nueve para convertir a uno solo en revolucionario, en Hombre Nuevo para la patria y la Revolución, lo voy a hacer, ¡por mi madre que lo hago!

─Vamos ─dijo el soldado.

Se les acercó a los cristianos.

─Apúrense, que me está gustando este jueguito.

 

El sol refulgía en los muros del edificio, en las paredes que alguna vez estuvieron pintadas de blanco o verde limón, donde se leía:

SANATORIO DE SALUD MENTAL

LA MONTAÑA MÁGICA

BIOGRAFÍA

Rafael Vilches Proenza (El Cero de Las 1009, 10 de diciembre de 1965, Cuba). Lic. en Educación en Artes Plásticas. Escritor independiente. Mención Premio Nacional de Literatura Independiente desde su primera edición, Premio de Poesía Dulce María Loynaz, USA, 2018, Premio Narrativa Reinaldo Arenas, USA, 2020, Premio Nacional de Poesía Manuel Navarro Luna 2004 y 2010, Premio Nacional de Poesía Ciudad de Holguín, 2005, Premio Nacional de Poesía La Enorme Hoguera, 2006, Premio Nacional de Poesía Centenario de Emilio Ballagas 2008, Mención Nósside Caribe, Italia, 2006, Mención Poesía Premio Nacional Julián del Casal, Premio Nacional de Poesía Amor Varadero. Ha publicado las novelas: Ángeles desamparados, Cuba 2001, España 2012, USA 2016; Inquisición roja, Alemania 2019 y Sálvame si puedes USA, 2021. Los libros de poesía: Dura silueta, la luna, 2001; El único Hombre, 2005; Trazado en el polvo, 2006; País de fondo, 2010; Tiro de gracia, 2011; Lunaciones, 2012 Cuba y 2020 USA; Café Amargo, USA. 2014; Antología de la Poesía Oral-Traumática y Cósmica de Rafael Vilches Proenza, México, 2019; y Dulce café, USA 2020. Colabora con Diario de Cuba, Cubanet y www.Otrolunes.com. Fue director de las Revistas A contraluz, Nacán, y Puente de Letras. Sus textos aparecen en antologías, revistas y periódicos de España, Italia, New Zealand, Alemania, Puerto Rico, México, Honduras, Brasil, Chile, Colombia, Canadá, Argentina, EEUU y Cuba. Reside en Cuba.

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