Homenaje al poeta costarricense Marco Aguilar (1944 – 2023)

Marco Aguilar ( Turrialba, Costa Rica, 3 de enero de 1944 – 3 de enero de 2023 ). Fue cofundador del Círculo de Poetas Turrialbeños, y se dedicó entre varios oficios como técnico en electricidad en reparación de radios y televisores, periodismo en los diarios El Costarricense, Revista Polémica y la Revista Lectores. Fue uno de los miembros fundadores de la Comunidad de Autores Literarios y Editores de Turrialba (COALET) . Don Marco, como se le solía llamar, fue uno de los poetas más representativos de Costa Rica y junto a Jorge Debravo y Laureano Albán, fueron fundadores del Círculo de Poetas Turrialbeños en el año 1959.
Sirva la siguiente selección como un medio para perdurar su poesía entre los lectores de distintas latitudes.
SI APLASTAMOS LA ARAÑA
Si quitamos la uña queda el gato
si quebramos el techo habrá ventana,
si muere abuela resucita hermana,
si perdemos un pie sobra el zapato.
Si no hay abecedario hay garabato,
sino hay siglo, tal vez haya semana,
si tapamos rendija habrá persiana,
si el notario se ahogó queda el contrato.
Si incendiamos el tren habrá vagones,
si se fue el algodón vino la seda,
si dije abrigo entiendan pantalones.
Si talamos el pino habrá alameda,
si aplastamos la araña habrá escorpiones,
si quitamos el canto nada queda.
PARTITURAS DEL ÁNGEL
El ángel vino
lleno de pentagramas
e instrumentos de música
para enseñarle al pájaro a cantar.
Aquello fue un fracaso
pero en la noche
se fue para la casa
silbando las canciones
que aprendió con el pájaro.

«Su obra se resume en las siguientes publicaciones»:
- Raigambres (Líneas Grises, Turrialba, 1961)
- Cantos para la semana (Líneas Grises, Turrialba, 1962)
- Emboscada del tiempo (Ed. Zúniga y Cabal S.A., San José, 1984 y 1988)
- Tránsito del sol (Ed. Zúniga y Cabal S.A., San José, 1996)
- Obra reunida (EUNED, San José, 2009)
- Profecía de los trenes y los almendros muertos (Nueva York Poetry Press, NY, 2020).
LO ÚLTIMO QUE NOS FALTABA
Para Laureano Albán
Los primeros poemas
eran como arrastrarse por las piedras.
Nos abrazábamos
pero luego, en la casa,
nos curábamos secretamente las rodillas
sangrantes.
Poco a poco aprendimos a evadirnos
de las cadenas;
ya podíamos gritar malas palabras,
pintar barbaridades en las piedras.
Leíamos el Cantar de los Cantares
y a Neruda
pero también a Whitman
para ser orgullosos y altaneros.
Finalmente aprendimos a callar.
Sólo eso nos faltaba
y de repente
nos encontramos todos levitando.
EN EL VALLE SAGRADO, EL POETA JORGE BOCCANERA NOS HABLA DE SU ABUELO
Cada vez que el poeta
nos habla de su abuelo,
se acerca la neblina hasta la mesa
para escucharlo todo.
Por ratos conversamos de otra cosa
entre versos y sorbos de café
a ver si se retira.
Podemos ver entonces
las luces despeinadas
en el fondo del Valle
y los muchos caminos luminosos
que suben al volcán.
Nos cuenta Jorge
que era barbero el hombre
(se acerca la neblina)
en un pueblo argentino,
un puerto que era hermoso
cuando pequeño.
¡Sí, señor,
quién quiere rasurarse!
Se presenta el abuelo
y sabemos que es él:
lo delata el olor a vaselina.
Lleva años afilando la navaja
y viendo la bahía.
De repente
las cosas son neblina o son espejo.
Puedo darle la mano,
sentarme en esa silla giratoria
viendo barcos y pájaros enormes
mientras el viejo
me canta y me jabona.
Vino el poeta Jorge Boccanera
con su abuelo el barbero
de polizón,
gabacha blanca,
neblina blanca,
sentado entre nosotros
mirando las estrellas como cualquiera
hasta que la neblina
se lo llevó.
PROFECÍA DE LOS TRENES Y LOS ALMENDROS MUERTOS
En mis diez años
eran las ocho en punto de la noche.
Quiero decir que todavía son
las ocho en mis recuerdos.
Una locomotora negra que no existe,
una fabricada de herrumbre enteramente y
llevada por ancianos iracundos sin ojos,
acelera con todo el corazón
sabiendo que la espera la gradiente del cementerio.
Y todo el pueblo queda estremecido
por la sirena lánguida y profunda que profetiza en el
paisaje amado.
Los almendros aspiran el humo de los trenes,
las palmeras vigilan en lo alto,
y solemnes abuelos se quedan silenciosos
para escuchar el tren, ese largo fantasma
con su mercadería de sombras, el mismo tren de siempre
que alumbra desde nunca con su lámpara ciega
los rieles que no están y los puentes podridos.
Un día amanecimos sin almendros:
se aprovecharon de que estábamos dormidos
o viendo a las muchachas de setiembre
para aserrar los árboles,
atribulados árboles fabricantes de nueces.
Y ahora
ya pusieron el hacha en la misma raíz de las palmeras,
lo más real del sueño, la única verdad, lo único que queda.
Pero todo esto existe, vive, se repite.
Es como cuando a alguien
le amputan una pierna gangrenada
y veinte años después, o treinta años,
alguna noche gélida de luna
le duele nuevamente la pierna que no tiene.
Llorar por los almendros masacrados no sirve para nada,
nadie puede explicarle a los zanates,
nadie puede exigirle a los pericos que busquen otro sitio
donde poner sus nidos,
donde hacer su clamor, su emocionado escándalo
que mantiene despiertos a los hijos en sus huevos
minúsculos.
Ni tampoco a esos pájaros extraños que ni siquiera hablan el idioma,
los fatigados pájaros que vienen de tan lejos,
pájaros extranjeros pintados de colores distintos,
insólitos turistas que cantan otras lenguas
pero habían escuchado hablar de todo esto,
y aprovechaban para poner aquí sus huevos mágicos.
Lo que pasa es que vienen las aves nuevamente
y ya no hay lo que había, ya no está lo que estaba,
y tendrán que hospedarse en los almendros que no existen,
hasta que entiendan y se desvanezcan
en la niebla terrible de los tiempos junto con los vagones y maquinistas muertos.