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AÑO 5 - 2024

JOSÉ MANUEL LUCÍA MEGÍAS – [LA DUDA]

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INTRODUCCIÓN

Por Matías Escalera Cordero

 

Si hubiese que señalar los dos ejes que marcarían las coordenadas esenciales de la poesía de José Manuel Lucía Megías, estos serían, sin duda la diversidad y amplitud de la mirada poética del autor y, luego, la honda sensibilidad y elegante tacto con la que están tratadas todas y cada una de las facetas y aspectos de la realidad, tanto interior, como exterior al sujeto, que la conforman, por duras que sean estas: con frecuencia, los resultados de la violencia provocada por el miedo a lo otro, a lo diferente, o por mera avidez y rapiña. 

 

Sin embargo, también está el gusto de la vida y de lo vivo, y la melancolía de la pérdida. Y, por supuesto, la confianza en la palabra, en su poder expiatorio y salvador, tal vez. 

 

Lo comprobarán en esta breve muestra escogida por el propio José Manuel para esta sección; pero permítanme un pequeño excurso personal, el libro que me metió de lleno en su poesía fue Y se llamaban Mahmud y Ayaz (2012); asistí a su lectura completa en una de las librerías emblemáticas de Madrid y quedé tocado inmediatamente por aquel auténtico torrente de lirismo y de fuerza emocional, de poesía viva y de quilates incalculables. Si pueden, léanlo, y verán ante sus ojos a esos dos jóvenes balanceando sus cuerpos colgados de grandes grúas por amor, en la Persia de los Imanes, y cómo su hermosa y trágica historia, imaginada por el autor, se va desplegando ante nosotros, con esa amplia mirada y esa elegante sensibilidad de las que les hablaba al comienzo. Poesía de valor la que se nos presenta aquí.

 

 

El viejo

 

Hay viajes que no deben comenzarse. 

Hay lugares que se deben evitar, personas que mejor no haber conocido. Territorios de          calumnias y de miedos que se esconden tras los abrazos y los peldaños previsibles de las escaleras.

 

Hay vidas que no podemos vivir.

Vidas que tan solo podemos soñar en las tardes inagotables del otoño cuando el día parece perezoso y la noche un presagio de sábanas mudadas en las esquinas de la cama.

 

Pero esas son las vidas de los otros, 

de los otros yo que yo pude ser, que quizás fueran más yo que estas costumbres cotidianas que me abrazan y me reflejan en los espejos metálicos, en el corredor interminable de mi cárcel.

 

Si no hubiera comenzado aquel viaje, 

si no me hubiera empeñado en estudiar y abandonar el lugar sagrado de mis abuelos; 

si no me hubiera cruzado en el azar de las calles y de las aulas abarrotadas con aquellos ojos que gritaban Revolución, 

quizás ahora yo sería un viejo como tantos otros viejos que sobreviven en la corteza de los recuerdos y remordimientos; un viejo que habría pasado su vida entre plumas y entre libros y escritos, rodeado de clases cada más amarillentas. 

Un viejo con los ojos humillados y las manos temblorosas, ausentes. 

Un viejo de sonrisa fácil y de palabra certera, como el filo de una hoja. Uno de tantos viejos que se levantan en las sudorosas mañanas con la esperanza de un nuevo atardecer, uno de esos perezosos atardeceres de ritmos lentos y de explosión unánime en el cielo.

 

Pero, ¿acaso tú, León Davídovich, no eres un viejo como tantos otros viejos, rodeado de libros, de papeles, de recuerdos y de ojos cansados y de añoranzas matutinas, de historias siempre en los labios y de un público cada vez más sordo? 

¿Qué te hace a ti único, León Davídovich Trotski? 

¿Acaso los cactus que sobrevivieron a la lluvia de metralla o los conejos que aún conservan en el hocico el olor ácido y dulzón de la muerte nocturna? 

¿Acaso tus escritos que nadie quiere publicar? 

¿Tus ideas que se están quedando huérfanas en una época que se ha arrancado la lengua y los oídos y los ojos ansiosos de futuro? 

¿Acaso no estás tan solo como todos los viejos de este mundo, de este previsible presente de amaneceres y de invasiones que inauguran los titulares de los periódicos, y que cruzan el Atlántico con el vuelo rasante de las trompetas inminentes de guerra?

 

¿Quién eres, en realidad, León Trotski, ahora que has sido declarado Enemigo del Pueblo? 

Un viejo. 

Tan solo uno de tantos viejos. 

Un viejo que se aferra al dactilógrafo como si tu voz pudiera multiplicarse en el desierto de un presente sin memoria, como si aún hubiera alguien, aunque solo fuera uno, esperando a oír de tus labios, León Trotski, la frase certera, la condena justa, el análisis atinado.

 

Tú que eras capaz de cambiar, con tan solo un gesto de tu voz, el rumbo del ejército rojo, te estás quedando mudo y solo y viejo. 

Terriblemente viejo. 

Irremediablemente solo. 

Absolutamente mudo.

 

Hay viajes que nunca debieran comenzarse. 

El de la vejez es, sin duda, uno de ellos.

 

[Los últimos días de Trotski, Barcelona, Calambur, 2015]

 

58

 

Nadie nos dijo nada, nadie nos avisó

de las alambradas de espino en la vereda,

de las ruinas humeantes ni de las avenidas calcinadas,

del agua putrefacta de los pozos contaminados

ni de los cipreses de humo de los libros quemados,

ni de las hogueras de sonrisas medio apagadas.

 

Nadie nos aconsejó que nos quedáramos donde estábamos,

que siguiéramos soñando con una tierra verde,

con los campos frutales esperando nuestro regreso.

Nadie nos dijo nada, nadie, en ningún momento, nos avisó

de que estábamos solos, que nos habían robado los recuerdos, 

la geografía ruidosa de nuestra infancia, 

el paisaje ameno en que fuimos felices,

en que éramos capaces de mantener nuestras miradas,

sin reírnos segundos antes de la explosión de carcajadas.

 

[Versos que un día escribí desnudo, Madrid, Bala Perdida, 2020]

 

19 

 

No he cumplido ninguno de tus sueños.

No me he licenciado en la escuela militar

ni me he vestido con los trajes verdes

de las órdenes impuestas por los himnos y las banderas.

No acudí nunca más a la llamada anual

de las cosechas y a los campos con aire de familia,

ni he llevado flores frescas cada año a tu tumba.

Pero si ahora pudieras verme, tan solo un instante,

creo que te sentirías orgulloso de tu hijo,

de este yo en que he terminado por convertirme.

 

Por más que no haya tenido ninguno de los oficios

con los que quizás soñabas al verme en la calle

o aferrado a la falda de camilla de nuestro comedor.

Por más que no haya dejado de recordarte

aunque hayan sido escasos los versos que te he escrito.

Ahora que compartimos por unos meses la misma edad,

ahora que me veo reflejado en tu mirada

y que siento cómo acaricias el pelo que ya no tengo

o mis manos se pierden en la inmensidad de las tuyas,

ahora sí que sonreirías si pudieras verme. Aquí y ahora.

 

Te fuiste demasiado pronto para darme ningún consejo.

Te fuiste antes de enseñarme que se llora sin lágrimas

y que los recuerdos pueden se puñales ensangrentados

que abren heridas al torcer sin querer una esquina.

Te fuiste demasiado pronto para saber quién era yo,

lo que realmente soñabas cada vez que me mirabas,

los sueños que realmente esperabas cumplir con mi vida.

 

Pero ahora que compartimos, fugazmente, la misma edad,

has venido, por fin, para quedarte. Ahora y para siempre.

 

Una sola mirada en la multiplicación de los espejos.

Ahora que somos uno en los años vividos en la distancia

comienzo, por primera vez en mi vida, a comprenderte.

 

[Aquí y ahora, Madrid, Huerga y Fierro, 2020]

 

[La duda]

 

Lejos quedó la danza de los abrazos y de los besos en los reencuentros, el tacto ansiado de las caricias. Nos hemos acostumbrado a bajar la cabeza, a sonreírnos detrás de las mascarillas y al vaho que empaña, sin piedad, los espejos de las gafas.

 

¿Quiénes somos

        ahora que hemos vivido tanto,

        ahora que hemos vivido lo que nunca imaginábamos,

        ahora que las grandes avenidas desiertas

no son un decorado de cine o una pesadilla

sino la geografía cotidiana de nuestros paseos?

 

Me observo en el espejo antes de salir de casa. Dedico unos segundos a mirarme frente al espejo antes de cerrar la puerta y abrirme al mundo. 

 

Todo está correcto. 

Todo cumple los cambiantes protocolos sanitarios. 

 

Pero ese yo que me está ahora mirando no soy yo.

 

Ese yo que se difumina tras una mascarilla azul

         no soy yo.

Ese que sigue asistiendo en silencio a las reuniones.

Ese que sigue escuchando en silencio las noticias.

Ese que sigue aburriéndose en silencio con el circo político.

 

Ese que sigue andando en silencio por las cuadriculadas aceras

sin mirar a nadie, 

sin hablar ni cruzarse con nadie,

                 ese no soy yo.

Ese no quiero que sea mi yo.

 

Hay algo en la mirada que me delata.

Hay algo en mí que ha cambiado.

 

Aquí y ahora… 

y para siempre.

 

No podemos seguir siendo los mismos, repetir las mismas rutinas y los mismos errores después de haber visto crecer una flor en el asfalto. 

 

No es posible seguir corriendo por las aceras, por los andenes, por las escaleras, por los pasillos después de haber visto crecer una flor en el asfalto.

 

Una flor que duró solo unos días.

 

Pero una flor plena.

Una flor ejemplo.

Una flor sin tiempo.

Una flor que siempre estará viva.

 

¿Podemos seguir siendo los mismos habiendo sido otros?

 

Me vuelvo a mirar en el espejo y en el espejo, por fin, me reconozco. Vuelvo a tener tiempo. Vuelvo a querer tener mi tiempo. 

 

Me miro en el espejo y cierro la puerta de las dudas. En este yo sí que, por fin, me reconozco. 

 

Hoy ha comenzado el tiempo de la escritura. Hoy los espejos empiezan también a reconocerme. Es el momento de vivir en la palabra y de recuperar su compromiso y el tacto necesario del diálogo. Es el momento de darle la espalda a la miseria del presente y de recuperar la sonrisa de los castillos de la infancia. 

 

La palabra tiene que volver a ocupar su centro. 

 

Sin la palabra estamos muertos, aunque el corazón siga bombeando sangre y llenándose los pulmones del humo de las calles.

 

En cualquier rincón del mundo,

              en este instante,

comienza a abrirse paso en el asfalto

una flor,

    una flor roja, 

      que ilumina, de nuevo, el horizonte.

 

Tan solo una flor

         abriéndose 

        paso entre el gris cotidiano,

llenando de palabras rojas 

        los besos y cada uno de nuestros gestos.

 

¿Cómo volver a ser de nuevo lo que fuimos,

después de haber visto crecer una flor en el asfalto?

 

Aquí y ahora.

 

[Flores en el asfalto, Madrid, Huerga y Fierro, 2021 Fragmentos,]. 

 

teoría

 

El instante cotidiano explota en el folio.

No había nada antes de su entrega

y nada tampoco debería quedar a su paso, 

ninguna huella, herida ni cicatriz mal curada.

 

Esta es su naturaleza. Esta es la esencia

del instante cotidiano. Su razón de ser.

 

El instante surge en un blanco inesperado

como el paréntesis de las sábanas sobre los muebles,

las festividades en los calendarios de otro siglo, 

la mancha en la pared cuando desaparece el cuadro,

o el contorno exacto de los muebles que en la mudanza

no quieren abandonar su geometría de familia.

 

El instante cotidiano nace para desaparecer.

Al momento. Esta es su única naturaleza.

 

Instante cotidiano, ajeno a esos otros instantes

que llenan de anécdotas los libros de historia:

el instante de la pesada manzana que cae al suelo,

el instante de la certera aguja de la rueca envenenada

en los dedos inocentes de todas las princesas,

el instante de la mordedura del áspid, plena, asesina,

el instante de un pequeño paso del hombre

en el cinematográfico horizonte de la luna,

el instante en que la daga encuentra un hueco

y se abren las venas suicidas de la derrota,

esa que es presagio de un bosque que camina.

 

Pero no es ese instante el que ahora comienza

su tembloroso deambular por el folio en blanco,

ese instante que te quiebra en un abrir y cerrar de ojos,

ese instante que ilumina en la noche un nuevo paisaje,

o ese otro que termina por condenarte al silencio,

el instante de un grito que hace enmudecer al asesino,

que vuelve inútil el piolet que se alza traidor en el aire.

 

Pero no es este instante el que ahora enmudece el folio,

el de la muerte diaria del dios atado a la roca de su destino,

el del sonido del olifante recorriendo fronteras en la montaña,

o el de las gotas de sangre que marcan el ritmo lento del suicidio,

o el de la entrega de las llaves ante las puertas abiertas

de una derrotada ciudad, escondida tras el horizonte de las lanzas,

o el de la palabra que se enmudece en el aire contaminado

de una declaración de amor, de guerra o de virginidad. 

 

Es otro el instante que inunda mis versos en este momento.

 

Hablo del instante cotidiano de la esquina de un paisaje,

del árbol que ni florece ni se desnuda en el invierno,

del camino sin curvas, que no lleva a ninguna parte

y que, en ninguna parte, parece tener su origen,

o de las estrellas que, sin existir, son la misma estrella

vista desde la noche de insomnio de los veranos adolescentes. 

 

Hablo del instante cotidiano de una comida compartida

en el humo añorado de las conversaciones y las confidencias,

de ese verso que un día se clavó como una espina

y hoy no ha conseguido dejar costra de su memoria,

o de ese libro que nunca se ha terminado de leer,

que casi es un misterio, una aventura desde sus primeras páginas,

olvidadas en el abismo cuadriculado de cualquier biblioteca. 

 

Hablo del instante cotidiano de un saludo, de un gesto

que es preámbulo de nuevos pliegues en la vida,

de una charla sobre la épica de lo cotidiano en el aula,

el esperado pan nuestro de los desvelos universitarios:

la búsqueda de una mirada de complicidad –añorada;

el encuentro fugaz de una idea compartida –cómplice.

 

Es hora de que se vuelvan mudos los libros de historia.

Es hora de cerrar las gramáticas y los manuales de literatura,

de que los versos se vistan de instantes cotidianos,

ese instante que da sentido a la costumbre de respirar,

a esta tenaz, cabezona, firme, pertinaz, porfiada

costumbre de esforzarnos en abrir los ojos,

ese sueño, el instante pocas veces alcanzado,

de un deseo compartido en la caída fugaz de una estrella,

en las volteretas circenses de una hoja suicida.

Explosión de vida cotidiana atrapada en la espera de las horas.

Instantes cotidianos, imperfectos futuros en la escritura.

Instantes cotidianos que terminan por desbordar el folio.

Como estos versos. Como este libro. Como tus ojos

en el instante fugaz antes de darme la espalda. 

El instante cotidiano de despedirnos con un beso,

un abrazo o el nudo de un apretón de manos. 

 

[Elogio del instante, Alcalá de Henares, Universidad, 2021]

 

 

BIOGRAFÍA

José Manuel Lucía Megías nació en Ibiza, aunque su vida ha estado ligada a Alcalá de Henares, Madrid y Segovia. En el año 2000 se publicó su primer poemario: Libro de horas, al que le han seguido Prometeo condenado (Madrid, 2004), Acróstico (Madrid, 2005), Canciones y otros vasos de whisky (Madrid, 2006), Cuaderno de bitácora (Madrid, 2007), Trento (o el triunfo de la espera) (Bari, 2009), Tríptico (Madrid, 2009), Y se llamaban Mahmud y Ayaz (Madrid, 2012, 3ª ed. 2013, con edición colombiana en 2019), Los últimos días de Trotski (Madrid, 2015), Versos que un día escribí desnudo (Madrid, 2018), Aquí y ahora (Madrid, 2020), Flores en el asfalto (Madrid, 2021), Diario de un viaje a la tierra del dragón (Toledo, 2021), con traducción al chino, y Elogio del instante (Alcalá de Henares, 2021). En el año 2017 ha reunido toda su poesía en El único silencio (1998-2017) (Madrid), y en el año siguiente publica una antología de su obra, realizada por Pablo Moro: Yo sé quien soy. Inventario de una noche (Madrid, 2018). Varios de los poemas escénicos de Tríptico han representados por el grupo de teatro Aldaba, en el espectáculo teatral Del amor y sus demonios, estrenado en el Teatro Municipal de Tres Cantos el 7 de marzo de 2009. Por su parte, Y se llamaban Mahmud y Ayaz ha sido llevado al teatro con el título Voces en el silencio por Arte Factor en varias ocasiones. Es director de la Plataforma literaria “Escritores Complutenses 2.0” y dirige el grupo de investigación UCM: “Poéticas de la modernidad”. https://www.ucm.es/jmluciamegias/poesia

 

[Autor fotografía: Jesús Miguel de la Fuente]

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